Texto escrito por Charles Melman el 11 de febrero 2004 para nuestra página en francés
Parece que siempre se necesita una oferta para provocar la demanda. En otros términos, la demanda de uno no sabría lo que quiere si no encontrara en vitrina la sugerencia de una oferta.
Ahora bien, sucede que no es el caso de la psicoterapia. Aquí es la demanda de uno, fundada en la firme creencia de que existe en algún lugar un sabio que podría, por medio del verbo, curar la dificultad psíquica de uno creadora de la oferta.
En otros términos, el estatuto de psicoterapeuta es una consecuencia, la de un llamado ingenuo convencido de la existencia y del poder de ese sabio: es esta invocación que lo pone en vitrina.
¿Pero qué pasa con su saber?
Es ahí donde empiezan las dificultades. Ya que las concepciones sobre la causalidad del sufrimiento psíquico y los medios para remediarlo son, por supuesto, numerosos. Y esta pluralidad comienza muy pronto, desde la filosofía griega donde por lo demás el proceder analgésico -como el estoicismo- parece mejor elaborado que el epicureismo. Como si lo primera cosa de la que habría que defenderse fuera el dolor psíquico.
Al parecer habría hoy en día unos 700 métodos de psicoterapia diferentes, pero es probable que el examinarlos con cuidado permitiría juntarlos en algunos grandes grupos, fundados en concepciones éticas específicas.
El recién llegado es, por supuesto, « científico », es el cognitivo-conductismo. Éste pretende deliberadamente tratar el cerebro como un computador y considerar que los síntomas están ligados a una disposición defectuosa de los circuitos. Bastaría, por medio de una reeducación progresiva, con reparar esas malas conexiones para curar.
Vemos así que en este procedimiento se trata de separar la subjetividad y el comportamiento, para repararlo mejor. Este método supuestamente moderno -y científico- adhiere así, de hecho, una tradición de la sabiduría común -y no solamente oriental- que consiste en hacerse el muerto -actuar como una máquina- para evitar el dolor de la vida. Y dejaremos de lado los riesgos de la primacía que se le da a la adaptación al medio ambiente cuando sabemos que éste puede enfermar gravemente. Admiremos en todo caso que nuestra sociedad « liberal » secrete ideologías idénticas a las de los países totalitarios.
Pero si la psicoterapia carece así de un corpus de saber constituido y apto a servir de referencia, ¿cómo enseñarla?
Hay, cierto es, « Institutos de formación » privados pero su pluridisciplinariedad -uno puede aprender en ellos todos los métodos reconocidos, incluso el psicoanálisis al que se lo vuelve escolar- hace temer que su intención no sea solamente científica. Es más, la presión de estas « Federaciones » de psicoterapeutas a los poderes públicos, para verse reconocida como exclusividad de un mercado con el reconocimiento legal de su diploma, ha dejado al descubierto un « vacío jurídico » que hasta aquí todos habían considerado sin miedo. Por ello la enmienda Accoyer para imponer un diploma universitario. Dejando sin embargo en suspenso la cuestión de la posibilidad misma de la enseñanza. Más allá de la diversidad que hemos mencionado, el campo que se considera es seguramente, en realidad, aquél donde la ecuación personal juega el rol más importante. Entre la adquisición de un saber y su práctica hay aquí un desfase donde se cuela lo esencial del ser de cada uno.
El remedio salta entonces a la vista: será necesario que el psicoterapeuta siga un psicoanálisis personal.
Sin embargo, no es seguro. Ya que un psicoanálisis en el que uno entra con una finalidad profesional está, de entrada, extraviado. Se hace análisis para tratar un síntoma, no para hacer carrera. Y si el análisis empieza así, bien motivado, el riesgo es que a la salida uno se vuelva psicoanalista y no psicoterapeuta, ligado pues a la resolución de la transferencia y no a su manipulación.
Entonces, ¿dónde está la solución?
¿Pero quién ha dicho que siempre las hay?
Traducción: O. Guerrero