Universidad Nacional de Colombia – Sede Bogotá – Conferencia del 21 de febrero de 2002
Ante todo quiero pedir disculpas por no hablarles en su lengua, pero intentaré hablar lenta y claramente. Agradezco profundamente al profesor Pío Sanmiguel el haberme invitado a hablarles. Me conmueve la juventud del auditorio y espero no decepcionarla.
Les hablaré de lo público y de lo privado subrayando primero que no hay comunidad humana posible sin que exista en su seno un bien común, público, y del que puedan sacar provecho todos los miembros de la comunidad. No hay sociedad humana sin que exista en su seno un bien público; y el primero que nos han revelado los antropólogos es el tótem. Es un bien público esencial porque es, para cada uno de los miembros del grupo, el signo de su humanidad. Notarán enseguida que ese bien común impone sacrificios, es decir, exige a cada cual la renuncia a un cierto goce, de tal manera que podría decirse que lo que le permite a los miembros de esta comunidad reconocer su humanidad, es compartir el mismo sacrificio. Por supuesto, ese tótem llegará a ser, para nosotros, la figura del ancestro, y es nuestra relación con un ancestro hipotético la que se convertirá en índice de nuestra humanidad. Digo “ancestro hipotético” puesto que no hay argumento histórico alguno que demuestre que este ancestro pudo existir realmente. No obstante, también allí, nuestra relación con éste va a imponer sacrificios, y cuando este ancestro llega a ser aquel que se llama una patria, el sacrificio exigido podrá ser el de su propia vida, es decir, ser capaz de dar su vida por el amor a la patria.
Avanzo rápidamente para que noten que, en nuestras democracias, ese bien público pudo tomar una forma mucho menos mítica y llegar a ser absolutamente positivo. Por ejemplo, cuando se estima que en una democracia, la educación, la salud, las comunicaciones hacen parte de los bienes públicos, tenemos que reconocer no solamente su importancia real, práctica, sino también su significación poderosamente simbólica. En efecto, esos bienes públicos dicen que, en esta comunidad, lo que es reconocido es la humanidad de cada ciudadano, independientemente de su estatus social, de su riqueza o de su pobreza. Lo que es reconocido es su humanidad ya que se le reconoce el derecho a la salud, el derecho a educarse, y porque es una manera de reconocer su lugar en la ciudad. Pero (y es aquí donde llego a una parte menos antropológica y más psicoanalítica), me veo llevado a hacerles notar que nuestro bien público más preciado es la lengua. Es la lengua porque le permite a los locutores reconocer su humanidad recíproca, es decir, que la lengua es la que organiza ese bien común esencial, puesto que es capaz de establecer entre los locutores ese pacto esencial que me permite reconocer, al que comparte este idioma conmigo, como un semejante: lo reconozco como perteneciente a una humanidad común.
Se introduce aquí una complicación esencial sobre la que quisiera llamar su atención. Espero que tengan a bien acogerla primero con benevolencia, pero luego verán cuáles son sus incidencias, sus consecuencias.
La lengua, en efecto, que me permite afirmar mi identidad y reconocer mi semejante, introduce entre ambos una desigualdad esencial. Eso es lo dramático: a partir del momento en que se habla, los dos interlocutores resultan atrapados en un reconocimiento que no obstante los hace desiguales, el uno respecto al otro. Esa es una formidable injusticia sobre la cual tenemos que reflexionar por un instante.
Primero me dirán que no es exacto y que hay circunstancias en que se puede hablar entre iguales, pero pongan atención al hecho siguiente: tomen dos amigos o dos hermanos, aún gemelos; por más justos que intenten ser, siempre se instalará entre ellos una sorprendente y extraña desigualdad. Uno estará del lado del dominio, del mando, de la decisión, y el otro tendrá que luchar por hacerse reconocer. Ahora bien, dije que la lengua era el gran medio para establecer un reconocimiento común entre los locutores y ahora les llamo la atención sobre el hecho de que instala entre ellos una disimetría fundamental, una desigualdad, y que uno de ellos tendrá que buscar hacerse reconocer, hacerse amar, hacerse admitir.
Si a algunos de ustedes les resulta difícil admitir lo que propongo, me apoyaré en la autoridad de un filósofo del que todos han oído hablar, Hegel, que muestra cómo la organización social está dominada por la lucha entre el amo y el esclavo. Pero en lo que nos concierne, tenemos que preguntarnos de dónde proceden esas dos grandes figuras históricas. ¿Por qué la comunidad humana se organizó sobre esas dos grandes figuras históricas? En ese punto es que tenemos que tener en cuenta las tan asombrosas e inesperadas leyes del lenguaje, a fin de reflexionar sobre la manera de tratar correctamente dichas leyes.
En efecto, sabemos que en ese dispositivo inicial, el que está en posición de amo buscará captar en su semejante ese objeto que lo hace un semejante (aún cuando es un semejante desigual); buscará captar en él ese objeto para apropiárselo y así lograr, cuando se lo haya apropiado, negar la humanidad de su semejante.
Como saben, un gran teórico que se llamaba Marx llamó a este objeto: la plusvalía. Lo que le da valor a mi semejante es éste objeto que él posee, el mismo que quien está en posición de amo busca poseer. Esta disposición, que marca la evolución de nuestra historia, acarrea consecuencias que todos vivimos de una manera u otra. Desemboca en la instalación, por una parte, de una sociedad de amos: hacemos parte de una comunidad con un bien común y nos encontramos con esta extraña privatización donde los que se encuentran en posición de amos organizan ahora una sociedad aparte. La sociedad de los amos es una sociedad muy particular porque en ella ya no hay bien común; entre los amos sólo hay competencia, ya no hay solidaridad, no hay reconocimiento del otro como semejante y, para esta sociedad de amos, ya no hay ley. Por otra parte, están los excluidos, los excluidos de la comunidad, los excluidos de lo que era un bien público, es decir, aquellos cuya humanidad es denegada.
Resulta impresionante constatar entonces de qué manera nuestra evolución histórica buscó resolver esta desigualdad que produjo la lengua en toda sociedad, constituyendo por una parte una comunidad donde todos son semejantes, todos son idénticos, la sociedad de los amos, y por otra parte aquellos a quienes se les rehúsa el reconocimiento, el derecho a compartir lo que antes era un bien común: los excluidos. Es una situación tanto más difícil cuanto que aún no conoce solución, menos aún cuando la insurrección de los esclavos, la insurrección de los excluidos logró derrocar el poder de los amos y tuvimos la dolorosa sorpresa de constatar que esta insurrección no restableció la comunidad anterior de los bienes sino que estableció una nueva comunidad de amos. Creo que éste es el destino más dramático para nosotros y el que nos obliga a reflexionar sobre las condiciones que hacen que seamos prisioneros de un proceso de este tipo, y que vemos por doquier.
Actualmente, el asunto consiste en saber qué tipo de palabra, qué tipo de discurso… El discurso es un concepto lacaniano, lo que significa que la palabra concierne siempre a algún semejante porque instaura un semejante, y la noción de discurso en Lacan muestra que el número de posibilidades de esta palabra no es ilimitado; es decir, que sólo puedo dirigirme a mi semejante bajo un número muy reducido de formas prescritas, que Lacan llama los discursos. El asunto que merece destacarse en el campo del psicoanálisis consiste en saber qué tipo de discurso podría evitar que seamos tan víctimas de las leyes, a pesar de ellas, que rigen tales discursos y que les escapan. En otras palabras, ¿es posible hacer valer discursos que nos hagan menos serviles del goce? Todos somos siervos del goce. Éste nos gobierna y nos hace funcionar. Es el que hace que nos levantemos por la mañana para ir al trabajo; el que hace que nos reunamos en comunidades. Pero también la búsqueda de este objeto de plusvalía en mi semejante es la que conduce a las difíciles situaciones sociales que conocemos.
Y si los discursos políticos no han logrado modificar este hecho, ¿será capaz el psicoanálisis de aportarnos algunas luces al respecto?
Por lo menos es capaz de mostrarnos que si somos tan esclavos de este goce de los objetos, si devastamos el planeta para poblarlo con los objetos destinados a satisfacer nuestro goce, es por una razón que puede hallarse en la organización psíquica de cada cual: nuestro loco amor por los objetos. Nunca se ha visto a un animal interesarse por objetos; hay que ser animal humano para adentrarse en esta extraordinaria fabricación de objetos. Esta situación tan particular del animal humano se relaciona con lo siguiente: en ese sacrificio del que hablé antes, que organiza tanto la comunidad como el bien común, lo que se sacrifica es un objeto primordial, un objeto primero, al que nos vemos llevados a renunciar y toda nuestra fabricación ulterior de objetos, nuestra loca búsqueda de objetos se destina a paliar ese objeto inicial, primero, que siempre buscamos. Fue Freud quien lo dijo, en un texto notable aun cuando él mismo no lo publicó, que es el Proyecto de una psicología para neurólogos, donde cuenta cómo el bebé se adentra en busca de un objeto primero que ha perdido y cómo esta búsqueda es la que organiza en él el deseo y su inteligencia.
Los psiquiatras infantiles saben que cuando un bebé no puede conocer esta pérdida de un objeto inicial, por razones particulares, se volverá un niño privado de inteligencia y privado de deseo. De esta manera la paradoja consiste en mostrar que lo que gobierna nuestro deseo es un objeto, un objeto perdido que busco reencontrar, y si aquí les traigo a colación ese proceso que Lacan considera como organizador en cada cual de su fantasma, es para explicarles por qué esta división social producto del lenguaje lleva a quienes detentan la posición de dominio a intentar capitalizar esos objetos esenciales que porta el prójimo.
Se podrían hacer muchos comentarios pero a mí me gustaría hacer uno más: sólo la lengua es capaz de fundar para nosotros un pacto social, es decir, capaz de instaurar ese bien común, que es el que permite la organización de una comunidad viva, viable y aceptable. Pero es justamente nuestra ignorancia sobre las leyes del lenguaje y de sus incidencias sobre nuestra subjetividad la que conduce a través de esta acción de privatización, de esta acción de colocación del bien de un solo lado, a nuestro malestar social. Por eso es que los psicoanalistas, a pesar del carácter singular de su práctica que sólo concierne a un paciente, más un paciente, más un paciente, se ven llevados no obstante, por el hecho de hacer parte de esta vida social, a llamar la atención de sus semejantes respecto a esas leyes que son esenciales. Parece que actualmente, en casi todo el mundo ese pacto simbólico entre locutores ya no tiene mucho valor. Parecería que en casi todas partes la fuerza real hubiese venido a sustituir ese pacto simbólico.
En mi intervención, lo habrán notado, evité constantemente hablarles de la vida sexual. ¡Sorprende cuando se trata de un psicoanalista! Pero apliquen por un instante a la organización de la pareja y de la vida conyugal los comentarios que les hice y verán cómo, esos datos aparentemente abstractos, los conocen ya todos y todas. Todos y todas conocen las singularidades de nuestra vida conyugal; cómo a pesar del amor del uno por la otra, a pesar de su voluntad de ser iguales, se crea entre ellos una desigualdad, y todo el problema consistirá en saber si aceptarán esta diferencia en nombre del goce que comparten y que constituye su bien público, el de ambos, o si habrá uno que querrá privatizar, es decir, estimar que sólo él tiene derecho al reconocimiento y a la dignidad humana y que el otro es un excluido. En ese momento el pacto simbólico entre ellos se rompe, y sólo deja campo a la violencia; es decir, que ya no son las leyes del lenguaje las que regulan la relación entre ellos sino la fuerza real. Entonces, con este ejemplo familiar y privado podemos ver que las leyes que nos competen merecen ser esclarecidas. Se trata siempre de la Filosofía de las Luces. Hay que esclarecer las leyes que nos gobiernan y poder actuar después, no como ciegos o como sordos, sino intentar actuar siempre de manera coherente con esas leyes, de una manera que nos permita tal vez (lo digo aún a título de pura utopía) salir de este destino tan difícil, tan duro, tan penoso que es el nuestro. Posiblemente nos merecemos algo mejor, pero tenemos que demostrarlo.
Gracias por su atención.
– ¿Comentarios?, ¿preguntas? [Pregunta sobre una mayor posibilidad de ruptura del pacto social cuando la tensión entre los sujetos aumenta ¿Cómo el psicoanálisis interpreta la diferencia entre los valores de los esclavos y los de las sociedades de amos?]
Ch. M. – Sí, por supuesto No soy yo quien podrá enseñarles (yo lo descubrí en los Estados Unidos) que antes había fronteras exteriores; hoy hay fronteras interiores. Digo que vi en los Estados Unidos cómo en un país, unido, como su nombre lo indica, hay zonas aisladas donde viven ciudadanos privilegiados y donde hay una verdadera frontera custodiada entre esta zona y el exterior. Yo creo que no hay más bella ilustración de lo que es la ruptura del lazo social y del pacto social. Fue en Estados Unidos donde lo vi por primera vez.
[¿Por qué los Derechos del Hombre no pesan lo suficiente para regular el goce en la desigualdad de nuestra sociedad? ¿Cuál es el lugar del objeto cuando los Derechos del Hombre, a pesar de su intención, no regulan sino legitiman en cambio una situación de irregularidad?]
Ch. M. – Es justamente nuestra paradoja: las constituciones de los grupos son limitadas. Ninguno de nosotros puede inventar un lugar nuevo, un lugar que no quede de un lado o del otro. ¿Cómo puede ocurrir que nos veamos llevados forzosamente hacia un lado o hacia el otro? El valor del esclavo es evidentemente ese objeto que Marx pudo aislar como plusvalía, y que es también el objeto del saber, porque Lacan subraya que el saber está del lado del esclavo. Él sabe cómo transformar la materia, él sabe cultivar la tierra, él sabe construir. Por lo tanto este objeto es también el del saber, del cual se quiere apropiar el amo. Se dirá entonces: si el valor está del lado del esclavo, incluido el saber, ¿tiene el amo algún valor? Hay diversos tipos de amo. No siempre fueron los mismos. Había amos antes del desarrollo del capitalismo que lo único que poseían era el haber acaparado las insignias de la dignidad humana. En ocasiones hasta eran pobres. Pero habían acaparado la insignia de la dignidad humana y por esa razón, sin duda, el siervo llegaba a respetarlo. El amo capitalista es muy diferente: se burla de la dignidad humana, ya no la necesita para ser un amo, le basta con haber acumulado todos esos objetos que constituyen el capital. ¿Por qué obedece el esclavo? ¡Porque necesita vivir! Y digo también: ¿Qué le queda? ¿Qué puede inventar?
[… En 1930, el dólar adquirió la dimensión del poder y cómo la especulación del dólar constituye una apropiación del amo con la cual ejerce el poder?]
Ch. M. – Como la pregunta de nuestro amigo Arturo no lo es en realidad, y es más bien un complemento interesante, me permitiré responder la pregunta sobre los Derechos del Hombre. A mí también me inquieta esa noción de los Derechos del Hombre. No obstante, constato que hasta los Derechos del Hombre, es decir, hasta finales del siglo XVIII, a los tenedores, a los aristócratas, les estaba reservado el derecho de explotar a los semejantes. Los Derechos del Hombre le dieron a todo el mundo el derecho de explotar a los semejantes. Es la gran mutación política. La victoria no solamente de la burguesía sino del capitalismo naciente. Ya no era necesario ser aristócrata para poder explotar a su semejante. A pesar de esta afirmación de la igualdad de todos los ciudadanos, sabemos que la especificidad de esta explotación consiste en no conocer límite. Después de la declaración de los Derechos del Hombre está todo el siglo XIX. Entonces, todos nosotros, partidarios de los derechos del hombre, no podemos olvidar esta incidencia histórica. Lamento no poder dar una respuesta más agradable y simpática.
[Parecería que cierta parte del discurso del psicoanálisis aporta una especie de constatación del fracaso de los seres humanos ante las cosas que todos tenemos o que deseamos tener. En la Oficina de los Derechos del Hombre nos hallamos confrontados con que la denuncia de lo privado ante lo público choca con un nuevo problema de los Derechos del Hombre. ¿Podrá el psicoanálisis ser una instancia conciliadora ante los procesos de los desposeídos?]
[Sobre los que pretenden crear reglas y restricciones para alcanzar un ideal, de salud por ejemplo.]
Ch. M. – Sólo quisiera que notaran una cosa. Lo que nuestra máquina orgánica necesita es muy poco. ¿Cómo puede ser, y esta era la pregunta que yo planteaba al empezar, que tengamos deseos tan ilimitados, si para satisfacer nuestras necesidades bastan dos mil quinientas calorías y a veces menos según la edad? Nuestros objetos de deseo sólo se constituyen por ser los objetos del otro, porque el otro los tiene. Es porque el otro los posee que yo los quiero. Cuando llegaron aquí los conquistadores ¿qué les interesaba? Los indígenas no podían comprender qué les interesaba. ¿Por qué esos metales, esas piedras minerales constituían objetos para ellos? Ahora bien, noten esto: esos minerales o esos objetos metálicos sólo tenían valor para los conquistadores porque eran objetos de intercambio, es decir, que se instaura un cierto pacto sobre el hecho de que lo que uno desea es lo que el otro desea, pero no es una ley natural; es una ley en la que hay que reflexionar para mostrar que podemos sacrificar nuestra existencia para adquirir objetos únicamente porque son los objetos del deseo del otro. He ahí un tipo de paradoja sobre la cual pueden reflexionar sólo los psicoanalistas e invitar a pensar un modo de relación con el semejante que ya no se funde sobre el deseo de poseer un objeto porque él lo tenga. Todos pudieron darse cuenta que en ese deseo de poseer un objeto que el otro tiene, estoy hablándoles de la vida conyugal. ¡Poseer el objeto que el otro posee! Únicamente porque es él quien lo tiene y no yo. Lo digo para que noten hasta qué punto una regla tan simple puede tener consecuencias tan considerables. No somos simplemente animales preocupados por satisfacer sus necesidades y sus deseos sexuales. En los animales el deseo sexual no plantea problema alguno, tienen los medios precisos para identificar al partenaire correcto y no se plantean problemas sentimentales; pero los animales humanos no pueden contentarse con satisfacer sus necesidades y están comprometidos en la búsqueda de satisfacción de un deseo que jamás, ¡jamás se realiza! Y si alguna vez llegan a encontrar a alguien que parezca haber realizado perfectamente su deseo, tengan la amabilidad de mostrármelo.
[Sobre los desposeídos y los excluidos que se vuelven un problema público] [Sobre el amo y el esclavo respecto a la presentación de un sistema que hacia posible una vida pública] [Varios comentarios y preguntas en torno al asunto de lo público y lo privado y a la oposición entre ellos, que da como resultado el fenómeno de la exclusión y la expropiación.
Ch. M. – Me gustan mucho sus preguntas porque demuestran que no están contentos. Yo tampoco. De esta manera no estoy excluido respecto a ustedes. En lo que concierne a la presencia de excluidos en los espacios públicos, le responderé diciéndole que, al ocupar los espacios públicos, los excluidos los privatizan. Y con justa razón, porque es lo único que les queda para privatizar. Ahora bien, de verdad, ¿por qué siempre se trata del amo y del esclavo? A la larga resulta fastidioso, pero creo que habrá que otorgarle un gran premio a quien pueda mostrar cómo escapar de este desesperante binario. Aquél será un benefactor de la humanidad.
¿Es obligación sacrificar? Como ya intenté subrayarlo hace poco, un bebé sólo podrá desarrollarse a condición de un primer sacrificio; cuando no acepta, por ejemplo, sacrificar el seno materno o que la madre no esté siempre a su servicio, cuando se da cuenta de que su madre no sólo se interesa en él sino también en su padre. Entonces en el asunto del sacrificio, no hay un punto de vista antropológico ni se conoce sociedad humana en donde éste no se manifieste de una manera u otra…Pero también ésta es una ley del lenguaje, y por eso intentamos comprenderla.
Hablemos ahora de las relaciones del individuo con el Estado. Escogió usted términos excelentes, porque el Estado es otra cosa: no se interesa en los sujetos, sólo en los individuos; es decir, en quienes quedan inscritos en las estadísticas y en los censos. El objetivo del Estado consiste en hacer que los individuos sean bien juiciosos. Ése es el objetivo del estado. No siempre lo logra, justamente porque un ser humano no es sólo un individuo; es también sujeto de deseos, y éstos son los subversivos que señalan que en toda sociedad hay algo que no funciona.
[No sé si entendí bien pero parecería que el problema es que cuando no se tiene un objeto qué ofrecer para la explotación, esto provoca exclusión].
Ch. M. – Al igual que usted, creo que la exclusión consiste en manifestarle al semejante que ni siquiera puede servir para la explotación, es decir, que ni siquiera tiene un objeto que pueda interesarme, lo cual, evidentemente, constituye la peor de las deshumanizaciones.