La cuestión del Otro en la adolescencia
03 février 2014

-

LERUDE Martine
Nos ressources



En la adolescencia la mirada dirigida a los padres, a la tradición, al saber, se modifica brutalmente: los padres  aparecen con sus límites en carne y hueso. El consumo de objetos de satisfacción sustituye a la autoridad desfalleciente de la tradición, a los saberes se los sospecha poner al sujeto al servicio de una sociedad que no promete nada más, y la lengua en sí misma es incapaz de dar cuenta de lo que el adolescente siente.

La depresión de la adolescencia surge en ese momento particular cuando el Otro está vaciado de las figuras que garantizaban al niño el sentido de su existencia. Los amigos, el grupo de la misma generación, constituyen con frecuencia un refugio contra esa alteridad, ofreciendo una manera diferente y nueva de inscribirse en el campo social. El manejo de las figuras del Otro permite abordar la problemática adolescente en su dimensión a la vez individual y colectiva.

Las observaciones que les voy a proponer conciernen la problemática adolescente en su relación con la cuestión del Otro. Estas observaciones se sitúan en un marco particular: en Francia, en el París de hoy día por ejemplo, en una sociedad laica fundada en valores cristianos y que fundan la supremacía del individuo; valores que han sido traspuestos en la laicidad cuando, incluso, al cabo de una generación, la religión ha perdido su autoridad moral. Me parece importante recordar que los ideales, el imaginario colectivo de una sociedad, dependen de coordenadas históricas y geográficas, y que ellos orientan también nuestro discurso sobre la adolescencia. Así por ejemplo,  mi generación llevaba la marca de la guerra e ignoraba la crisis económica mientras que la de nuestros hijos, nacidos en “la crisis”, llegan a la edad adulta después de sesenta años de paz, lo que nunca se había visto en Europa.

La adolescencia se sitúa en la conjunción del individuo y de lo colectivo, y da cuenta del tipo de cuestionamientos específicos en nuestra sociedad hoy día. Nos interrogamos sobre la depresión del adolescente para intentar definir y valorar el interés clínico de esa instancia que Lacan ha denominado el gran Otro.

La crisis de la adolescencia puede manifestarse por síntomas variados, con frecuencia, explosivos y espectaculares (oposición violenta, actings, pasajes al acto) a veces dramáticos (suicidios). Al contrario de estas manifestaciones que se ponen en acto en la escena familiar o social, la depresión parece constituir otra vertiente sintomática, frecuente, particular (específica) en el proceso de subjetivación tal como se juega en la adolescencia.

La depresión

La depresión se expresa por un discurso recurrente: el adolescente se queja de su “ser”: “no soy lo que debería ser, soy nulo, no valgo nada, no tengo ideas, no tengo pasión, no sé qué decir”. Mientras que al mismo tiempo la sociedad, los profesores, los padres le piden -justamente porque ya no es un niño- decir lo que quiere, lo que le interesa, lo que le gusta: se lo conmina a hablar a nombre propio. Semejante solicitación es a la vez familiar y escolar, social y paradójica. En efecto, si sus deseos son interrogados, provocados, su realización deberá ser pospuesta para más tarde: “¡Primero termina tu bachillerato!”.

La tristeza constituye un afecto de fondo que puede convertirse muy rápidamente en excitación eufórica o erotizada e investida como una pasión. Es la expresión de un duelo: duelo de las promesas no cumplidas, duelo de las figuras parentales que durante la infancia habían podido asegurar el sentido de su existencia, vamos a volver sobre eso.

La inhibición lo mantiene con frecuencia más acá del encuentro sexual, mientras que todo en la vida social lo incita a eso (distribución de preservativos, la píldora del día siguiente distribuida en la enfermería del liceo). La problemática sexual queda fundamentalmente fijada al autoerotismo. Aunque se lo invita a gozar sexualmente (series de televisión, Internet, etc.), su nueva organización libidinal deberá más bien investirse en el campo de las adquisiciones de conocimientos o en el de las proezas deportivas. Es al menos lo que el campo social le ofrece como diversión. Pero el tipo de investidura puede quedar en estado de ideal inalcanzable, en tanto y cuanto son numerosos los objetos sustitutos de goce ofrecidos por el mercado.

 

El consumo de Haschich está extremadamente banalizado: si el H calma la angustia (y permite dormir), con mayor frecuencia acentúa esa vertiente depresiva: el adolescente no puede trabajar y se mantiene a distancia, fuera del juego, en stand by, en un desinterés por los demás y por los aprendizajes escolares, lo cual puede ser muy doloroso a pesar de las apariencias de desenvoltura. Con frecuencia los padres dicen  “que él no tiene confianza en sí mismo”, lo cual es el revés del imperativo social más banal que se impone por las fórmulas como: “hay que tener confianza en sí mismo y estar bien en sus zapatos”. De esta conciencia desdichada (según la fórmula de Hegel), el adolescente asume la responsabilidad y lo atribuye a sus insuficiencias; como él mismo lo dice: “no sabe hablar y, además, no tiene ideas, no tiene pensamientos propios, tiene la impresión de copiar”. Las incertidumbres narcisistas ya no están limitadas por un discurso social coherente. Al contrario, el adolescente se ha vuelto un objeto de dones, de cuidados y un consumidor mimado. Se le da objetos diversos para que esté satisfecho, para que se quede tranquilo y para que los vuelva a pedir.

Por supuesto, semejante cuadro clínico no concierne a todos los adolescentes. Aunque sólo esboza a grandes rasgos lo que parece repetirse en nuestros jóvenes pacientes, yo insistiré en la depresión que se impone como un paso necesario al cambio de posición subjetiva que el proceso de la adolescencia emprende.

Nuestra hipótesis es la siguiente: consideramos la depresión del adolescente como la expresión clínica de un tiempo lógico de mutación subjetiva, de un cambio de posición subjetiva.

En efecto, la adolescencia confronta al sujeto a un impasse subjetivo -que para algunos va a durar años- que se caracteriza por un tiempo de incertidumbre, de desaliento, de duelo, duelo del niño que se ha sido, duelo de las promesas con las cuales ha sido investido. Si la interrogación sobre su ser, sobre su imagen (sobre el yo), sobre sus capacidades, dependen del narcisismo, la exacerbación narcisista, sin embargo, no basta para dar cuenta de ese impasse. A diferencia del niño, como lo observa Lacan, la función sexual que se vuelve madura (“el buen gran gozar” de la copulación es en adelante posible) hace irrupción en el campo subjetivo. Al mismo tiempo, los cambios de su imagen del cuerpo desencadenan un manejo subjetivo cuya instancia -que Lacan denominó Otro- permitirá dar cuenta de una manera dinámica y dialéctica. Ese impasse constituye un punto de tope (de encuentro) con lo que Lacan llama el Real, por ejemplo, con el sentido del goce sexual y con lo desconocido de la muerte. Conocemos los desafíos que el adolescente lanza a ese Amo supremo y la frecuencia de las conductas de riesgo.

Una observación clínica: es siempre a partir del surgimiento de un real enigmático o traumático que un adolescente puede comprometer su palabra auténticamente ante un analista: es a menudo después de una tentativa de suicidio, de  un fracaso devastador, de la muerte de alguien cercano, o un pasaje al acto que lo deja perplejo, que él puede comprometer su palabra, consentir a la transferencia.

La depresión constitutiva de ese período se articula a los significantes esenciales e insoslayables que son: el sexo, la muerte y el padre. Estos significantes emplazan los puntos de impasse, de imposible para todo sujeto humano. Y son precisamente estos significantes los que vienen a invadir al A, es contra ellos que el sujeto lucha con la depresión. O más bien, la depresión sería una tentativa de evitar esos puntos de tope con el Real.

En el lapso de treinta años, los valores religiosos morales tradicionales que daban un sentido han retrocedido considerablemente: es el caso de la tradición cristiana católica, en particular, que trascendía a la autoridad familiar paterna… lo que ya no es el caso hoy día. En efecto, en la religión cristiana cada uno se sentía como miembro de una familia, como hijo de un único padre, Dios, lo que inscribía al sujeto en una comunidad muy vasta. Esta pertenencia a una comunidad ética que ubicaba un lugar ideal más allá de la familia ha sido devaluada, no solamente en lo que concierne a la religión, sino también en lo que concierne al otro gran ideal colectivo que representaba el comunismo… El discurso arbitrario sostenido por el padre es sustituido por otros discursos tan arbitrarios y apremiantes: son los nuevos imperativos (difundidos por los medios de comunicación) de felicidad, de goce sexual, de consumo, que la profusión de objetos variados (creados por el genio humano) ponen al alcance de la mano.

La autoridad familiar está trastocada por los mismos padres que ya no quieren sostener el lugar de mando, prefiriendo entregarse a la felicidad supuesta de su hijo. Si esas figuras de la autoridad, de la tradición, se han difuminado, otras figuras parentales están hoy día representadas, aquéllas “de los padres modernos” que quieren hacerse amar y que piden reconocimiento de parte de sus hijos. Son padres que rechazan la diferencia de generación y la disimetría de lugares: en nombre de la comunicación y de la comprensión, del amor, quieren ser pequeños otros, semejantes a sus hijos, “jóvenes”, y se destituyen ellos mismos del lugar del Otro que habían ocupado durante un tiempo. El adolescente hoy día está casi privado de ese trabajo psíquico que consistía en denunciar la inconsistencia de los padres y en reconocerlos en su sexualidad, en su banalidad, en sus turbaciones. Además, afirmándose con sus deseos y sus reivindicaciones de realización personal y de goce, “los padres modernos” se ponen en rivalidad directa con sus hijos adolescentes, incluso, solicitan una inversión de roles. Como en el caso de Charlotte que aseguraba la continuidad de la vida familiar, que era la garante de la familia cuando sus padres salían y vivían nuevas aventuras.

Se puede, por supuesto, abordar la depresión de la adolescencia, en referencia a las instancias freudianas del Ideal del yo (instancia simbólica remitida a algunos significantes específicos), del yo ideal (instancia imaginaria gracias a la cual se emplazan las identificaciones del sujeto), del Superyo que comanda de manera implacable. Estas instancias constituyen figuras del Otro.

Hemos elegido abordar la depresión del adolescente como una modalidad particular y transitoria del Otro. El Otro es el nombre dado a ese lugar tercero que comanda las elecciones identificatorias del sujeto, a partir de las cuales el sujeto tomará posición como sujeto sexuado.  En la historia de todo sujeto, al inicio, el Otro está encarnado. El adolescente se define, en primer lugar, por su pertenencia a una clase de edad de tal modo que el Otro está representado por otra generación, los viejos, encarnados por los padres, los profes, los mayores.

Los primeros Otros reales son, en efecto, los padres o aquéllos que sostienen ese lugar. Se dice con frecuencia que la madre es el primer Otro primordial. Son ellos quienes han dado los cuidados, han respondido a las necesidades del niño, han suscitado su demanda. Ellos han acogido y prodigado al niño en un mundo de lenguaje y, sin saberlo, han permitido la inscripción de las primeras marcas significantes, esas primeras palabras o fragmentos de palabras que van a determinar al niño como sujeto hablante.                         

El Otro es también un lugar simbólico, depositario de la lengua materna. Esa lengua es primero una lengua privada, con sus expresiones figuradas favoritas, sus metáforas, sus canciones infantiles, las maneras de decir propias de una familia, con su gramática, su acento, o sea, sus faltas en francés [español]. Fragmentos olvidados de esa lengua pueden emerger en el curso de un psicoanálisis con un adulto. El lugar del A es también depositario del deseo de los padres, depositario del pacto que ha precedido la venida al mundo del sujeto y de los imperativos de las consignas que los han dirigido, con frecuencia, sin ellos saberlo. Son los significantes de la historia familiar y de la historia a secas.

La manera en la que el adolescente está tomado en el deseo de sus padres se traducirá por una especie de oscilación entre diferentes lugares, principalmente, en lo que concierne a su posición sexuada. De ahí el interés del psicoanálisis que puede permitirle articular las diferentes incidencias del deseo parental.

También hay la vertiente imaginaria del Otro representada por las figuras ideales de los padres tal como el niño ha podido construirlas durante su infancia (es lo que Freud llamaba la novela familiar del neurótico). Esas figuras imaginarias parentales ideales son tanto más impositoras cuanto los padres hayan sido deficientes o ausentes por diversas razones.

En la adolescencia, los padres ya no pueden ocupar tan perfectamente ese lugar de Otro como lo habían podido hacer durante la infancia; de algún modo son destituidos[1] de esa función, descalificados. Ese lugar del Otro es denunciado como una mentira, incluso como una traición: pierde su consistencia y su fiabilidad: Así, de repente, el Otro puede aparecer “vaciado” de sus antiguos contenidos pues ya no hay nadie para decir lo que hay que hacer, para responder a las preguntas: “¿qué soy para ti? ¿Cuál es mi valor? ¿Qué quiero? ¿Cuál es mi lugar? ¿Cuál es la buena manera de cumplir las promesas de la infancia? ¿Cómo hay que hacer en tanto hombre, en tanto mujer?”

“¿Qué debo hacer entonces si no sé lo que el Otro quiere de mí?”

Si el A parece “vaciado” de sus contenidos anteriores, el sujeto en retorno no puede sino expresar su propio vacío, su carencia de pensamientos. Como lo formula una joven: Ese es el vacío en ti y en torno a ti y tienes la impresión de que todo el mundo miente… no para engañarte o por hipocresía para esconder algo, no, ellos mienten porque no hay nada, no hay nada que ocultar. Ellos mienten porque es duro para todo el mundo y porque el único medio de vivir es aparentar. Estas formulaciones, que se sitúan en un après-coup de la crisis de adolescencia, en efecto dan cuenta de la posición agnóstica del adolescente y, a su vez, de su búsqueda de un saber sin falla, sin contradicción, búsqueda de una verdad absoluta, de un Amo (de un Otro no castrado, en jerga lacaniana).  Estas formulaciones nos aclaran también sobre la desconfianza del adolescente frente a los adultos, sobre su rechazo a resignarse a un mundo de semblante y sobre ese estado de sufrimiento/demora, “de vacío”, como una etapa necesaria para que el sujeto pueda aceptar en el lugar del vacío, la falta en el Otro, es decir la castración. Vamos a tratar de explicarnos.

La manera en la que ese lugar del A se encuentra, ya sea demasiado encarnado (de manera totalitaria por la madre o tiránica por el padre (Cfr. Lebrun)), ya sea, al contrario, desencarnada, vaciada de sus contenidos, puede dar cuenta de la alternancia de las posiciones y de las manifestaciones sintomáticas, incluso, de la alternancia de las puestas en actos y de la depresión. En este punto, el encuentro con un analista, puede entenderse como una tentativa de inscribir la carencia, ahí donde no había sino alternancia entre el vacío del Otro y el exceso de encarnación, es decir, una especie de envoltura por medio de los deseos de los padres que encierran al adolescente en un deseo que él sabe que no es el suyo, sino aquél del Otro de la infancia.

Entre el vacío del Otro y un Otro demasiado encarnado, la imagen narcisista oscila entre el derrumbe desesperado y la hipertrofia arrogante como una tripa, pues el sujeto no se siente en condiciones de cumplir con el ideal que él había podido representar para sus padres, o la misión de la cuál se sintió investido (mantenerlos juntos u ocultar la locura o el alcoholismo de uno u otro de los padres). Incluso si él sabe muy bien que sus padres habían construido ese ideal con sus propias frustraciones: una promesa no fue cumplida. Replegándose sobre sí mismo él se desprende de los objetos y de los otros, “narcisismo supremo de la causa perdida” [2] que privilegia la relación con el Otro, en la manera de reiterar la demanda al Otro para que al fin él dé señal/signo…       

Quisiera evocar aquí el caso de un joven, deportista de alto nivel, que debió admitir a los 17 años que aunque fuera excelente en su especialidad, nunca formaría parte del equipo de Francia, que él no era lo suficientemente bueno para contarse entre los mejores. Vino a verme enviado por una especialista de la orientación escolar que se sentía impotente ante su desinterés masivo y su tristeza. Todo el trabajo, para él, consistió en soportar la decepción de su padre, en identificar cómo, él, el hijo, llegó hasta el final de sus proezas y cómo, reconociendo sus límites, encontraba una apertura que le permitía salir del fantasma paterno y, al mismo tiempo, una manera original de comprometer su deseo. Este tope en el Real, por ejemplo, el límite de sus proezas, el punto de imposible, le ha permitido desencarcelarse del imaginario paterno o parental, pasar del rol imaginario (“no soy lo suficientemente bueno”) a la deuda simbólica (“le debo el haber aprendido mucho”), y también construir con un analista su propio discurso, es decir, encontrar sus propias articulaciones en los discursos que hasta ese momento lo habían conducido. La depresión constituyó un tiempo necesario para que el sujeto asuma la castración a nombre propio, para elaborar su propio deseo y salir de la adolescencia.    

Pero si el sitio del Otro “sigue estando vacío” -como lo deviene al final de un análisis- esto puede provocar la errancia, la desesperación, incluso confusión casi experimental. Para salir de eso el sujeto puede elegir hacerse el objeto masoquista del primer gurú, del primer jefe que pase por ahí…

Decir que el Otro se “vacía” o “se vuelve vacío” es, por supuesto, un abuso del lenguaje, una manera de figurar el momento de báscula, el momento de transición que se juega en la adolescencia.         

Decir que el A está “vacío” quiere decir que es/está “vacío” de una respuesta que sería la buena para todos, vacío de un “Uno” coherente, tranquilizador, consistente, que diría de manera unívoca lo que se debe hacer para ser un hombre o una mujer, o cuál sería el buen goce y que indicaría al adolescente su sitio en el mundo. Decir que A está vacío, es decir que ya no hay “figura colmadora” que se mantenga. Ese vacío se manifiesta por la pérdida del sentido y de las certidumbres puesto que no hay garantía con respecto a la verdad de su palabra: no hay significante unívoco que garantice su enunciación, que le permitiría decir “yo soy eso”.

Una joven me explicaba que esperaba volver a encontrar la unidad de la infancia, esa alma que la habitaba y que, de repente, cesó de crecer para fragmentarse en pequeños pedazos. Ella quería saber cuál era su verdadero yo, cuáles eran sus verdaderos pensamientos, pensamientos que no fueran copias de aquéllos de los demás. Quería volver a encontrar su unidad para ya no estar sola pues ese estado le impedía comunicarse con los demás, decía ella.

El adolescente ha perdido su casa, su albergue, en adelante, debe apoyarse en su deseo, ¿pero cómo experimentar su propio deseo si el A está vacío o si, al contrario, pretende controlar todo, saber todo? De ahí las estrategias que despliega para rechazar esa ausencia de finitud, esa ausencia de verdad absoluta, lo que llamamos la castración del Otro.

El proceso de subjetivación está bajo la dependencia del Otro, lo cual quiere decir que para salir de la depresión y encontrar nuevas marcas identificatorias sexuadas, el sujeto debe apoyarse en la diferencia (la alteridad) y hacer la prueba de la lengua que él no habla, del sexo que no tiene, del goce que no es el suyo, del saber que él ignora (cfr. La novela de iniciación, Bildungsroman, Wilhem Meister). Es a imagen de sus semejantes (los pequeños otros) que él puede constituir su yo (moi), y es con el riesgo de la diferencia (la alteridad) que él se situará como sujeto en una relación con un Otro infinito, abierto, que se escribe con una barra sobre el A.

La adolescencia puede también concebirse como el paso de un Otro representado, encarnado, a un Otro constituido como un conjunto abierto. Lo que quiere decir, por ejemplo, que la lengua materna cesa de ser una lengua privada y se abre a su dimensión común literaria, incluso universal, y a las posibilidades de otras lenguas: él puede aprender. Como por ejemplo, el caso de Blandine, que pasa por la lengua alemana para marcar su diferencia frente a su familia y salirse de un período de errancia. Lo que quiere decir que no hay nada que forme una “totalidad”.

Como hemos visto, podemos poner muchas cosas en el A: las instancias freudianas, las figuras de la autoridad, los objetos que uno quiera, también el ideal, el padre de la configuración edípica o el falo, los que dan un sentido al mundo; queda, sin embargo, un no-sentido irreductible. La castración del A, la barra sobre el Otro (es una escritura) son formulaciones que vienen a indicar la parte de lo indecidible, la parte de no-conocido irreductible, el no-sentido,  que constituyen esa apertura del lugar del Otro; pero es también la apertura infinita de las cadenas significantes, la posibilidad de sorpresas (metáforas, metonimias), momentos dialécticos que inscriben al sujeto del lado de la vida al precio de la aceptación de la soledad subjetiva.

El Otro que se constituye en el transcurso del paso de la adolescencia es considerado como un conjunto abierto a partir del cual el sujeto construirá su subjetividad, a condición de consentir a la incertidumbre, a la ausencia de respuesta, y soportar solo lo que le sucede a él. Es la prueba de la alteridad lo que le permitirá inventar su nueva posición subjetiva y hacer de la adolescencia un paso, y no un impasse. Sabemos que el sujeto intentará escapar a eso: es el rol habitual del grupo.

El grupo o el amigo, que es casi un doble, propone una solución transitoria y paradójica para protegerse de la alteridad: el grupo reúne adolescentes, pues, de la misma edad en torno a algunos rasgos positivados: la misma música (hay grupos que pueden así determinarse en función de la música que escuchan); los mismos accesorios vestimentarios (los góticos, por ejemplo, o los punks); la creación de una lengua específica con sus neologismos y sus nuevas metáforas, etc. La diferencia sexual con frecuencia es recusada (por ejemplo, puesta de lado) en beneficio de esos rasgos positivados. El grupo de semejantes puede también fundarse sobre un enemigo común, el extranjero, el judío (los grupos nazis de extrema derecha que van a profanar las tumbas), o el ministro de educación nacional que intenta por milésima vez reformar el bachillerato (lo que autoriza grandes manifestaciones en las calles y un fuerte sentimiento de pertenencia a una lucha con sus consignas). El grupo se libera de la alteridad y, al mismo tiempo, la reestablece de la manera más cruel posible, puesto que la ley ya no es la ley general que se quisiera para todos los habitantes del mismo país, sino la ley privada, dictada por aquéllos que van a tomar el sitio del cabecilla. El grupo puede así estar puesto en posición de Otro que dicta las reglas de honor por ejemplo, o que se embarca en actos de delincuencia o lanza desafíos mortales.

En el momento de la adolescencia, la relación entre lazo social y subjetividad está de algún modo desplegada a cielo abierto: su nuevo cuerpo sexuado le molesta, y en el adolescente las estrategias son numerosas para evitar la cuestión de su posición sexuada. La prolongación generalizada de la escolaridad hasta el bachillerato para 80% de su clase de edad es también una estrategia social de puesta en espera.

Su relación con los demás ocupa el centro de las preocupaciones del adolescente y los laboratorios farmacéuticos no fallan en haber invertido en ese nicho específico que, hoy día, se llama las fobias sociales o escolares.

Este rodeo por la depresión del adolescente nos permite encontrar una de las definiciones del A. Durante los treinta años de su seminario, Lacan  ha propuesto y ha desarrollado varias. El A es un lugar en el que no hay nadie y al cuál, sin embargo, el sujeto se dirige. El A no existe y, sin embargo, no dejamos de subjetivarlo, de esperar que él nos hable y nos guíe. Si una desdicha nos golpea estamos dispuestos a leer ahí un signo de su parte, un signo de nuestra elección; nos sentimos siempre en falta respecto al ideal que le otorgamos. Ayer pudimos instalar ahí al dios de los cristianos y, hoy, al saber de la ciencia, pero no es eso: no hay totalidad que llegue a alojarse ahí, no hay nadie que habite ese lugar. Este lugar tercero depende de una suposición lógica, de una escritura cuya barra indica el radical no-sentido que lo habita y la dimensión de lo no-conocido que escapa a todo asidero por medio del lenguaje. Sirve como referencia tercera, organiza las leyes del lenguaje y permite que la relación humana se establezca de manera diferente al modo dual exclusivo de la rivalidad. No hay modo de mentir si no suponemos que existe un lugar tercero, en el que el discurso pueda afirmarse como verdad. El código que regula la comunicación entre emisor y receptor, o las reglas del tenis (donde se trata de un intercambio dual), proporciona una idea de eso, pero es insuficiente ya que en psicoanálisis operamos con un código inaprensible. Se tratará precisamente de descifrarlo, al menos en parte: es ese código inaprensible que Freud ha llamado el inconsciente.

El inconsciente que se expresa en los síntomas del sujeto, en sus actos fallidos, en sus sueños, en sus lapsus, y el que el análisis intenta leer, descifrar, hay que situarlo a nivel de ese Otro en el que se articulan las leyes del lenguaje. Esta estructura ternaria es esencial para el intercambio de palabra y giramos en torno a ella con el lenguaje.

Los significantes lacanianos ¿serán el paso obligatorio para hacer presente al Otro?

Que la depresión sea una manera de rechazar la instancia fálica y de evitar la castración, para tratar de aplazar la entrada al mundo, es cierto, pero es también un tiempo necesario, un tiempo para comprender, para comprender que es en la puesta en juego de su deseo, de sus fracasos, en los buenos y malos encuentros (la tuché), que el sujeto puede advenir, en la creación de sus lazos, en el hallazgo de sus propias articulaciones, en los discursos que le pre-existen.    

Traducción: Iris Sánchez



[1] N.d.T.: “ils sont démis de cette fonction”  es la frase exacta en francés que conlleva cierta ambiguëdad con la cual Martine Lerude pone de relieve, ayudada por la sabiduría de la lengua francesa, lo que se juega en ese momento. Por un lado la podemos traducir como “ellos son destituidos de esa función”, y también: “ellos están a medias en esa función”. 

[2]Cfr.  J. Lacan; Écrits, p. 826. N.d.T.: en español, Escritos I, Siglo XXI, 1972, p. 338.