Jean me enseñó mucho.
Primeramente por la sabiduría tranquila que regulaba su conducta y marcaba sus relaciones con una cordialidad, eventualmente crítica, lejos de la exaltación narcisista como de la denigración.
La franqueza de su juicio sobre las personas lo protegía contra la brutalidad de las decepciones: él respetaba así el límite de cada uno, sin atormentarlo.
Igual temperancia ordenaba su inteligencia, erudita y sutil, tan atenta a los textos constituidos como a aquellos que la clínica invitaba a descifrar.
Su encuentro con los niños se iluminaba así con sorpresas, con descubrimientos, con innovaciones aun más eficaces por no estar al servicio de la verificación de un saber instituido. Además mantenía bastante discreta la calidez de esas circunstancias para no cargar sobre el niño o sobre la familia el peso de una exigencia de reciprocidad o de reconocimiento.
En un campo atraído por los confetis, Jean brilló por su honestidad intelectual que su prudencia, la discreción y la reserva exigían.
Llegué a preguntarme, ante su personalidad extraordinaria, cuál era la parte que ésta debía a su paso por donde los jesuitas y cuál la que le correspondía a Lacan y, ¿por qué no?, a una afortunada conjugación de ambas, reunidas por un mismo y sabio aprendizaje de la lectura.
Me parece, sin embargo, que la indulgencia y la caridad manifestadas con respecto a lo que puede haber de impuro en la naturaleza humana pertenecería a la primera.
Pero tal vez me equivoco y, cuando miro hacia atrás, me apena ver todos esos temas que han quedado en suspenso, entre nosotros, por la cortesía que le hacía púdicamente evitarlos.
Su esposa, nuestra querida colega Marika ha mostrado maravillosamente, con respecto a Jean, la misma relación acordada, sensible y justa que él tenía con el mundo: lo que también llamamos amor.
Los abrazo a ambos, así como desean hacerlo los miembros de nuestro grupo unánimemente unidos alrededor de este precioso maestro y de nuestra tierna amiga.