Todos estamos a favor del progreso, por supuesto, aunque sólo fuera porque no hay otra opción.
Pero el « progreso » ¿para ir a dónde? Ésa es justamente la cuestión.
Ya que en esta formidable progresión se ha producido una mutación, que merecería un instante de reflexión.
Hasta aquí, en efecto, el « progreso » siempre ha consistido en hacer retroceder los límites del poder de la ciencia y, de manera notablemente sincrónica, las prohibiciones de la moral.
Pero en uno y otro campo estos límites ya no tienen hoy en día una verdadera consistencia, sino efímera: es el precio del éxito. De manera que el « progreso » ya no conduce a tierras que emergen en las que, al menos por un tiempo, se organizaría una nueva vida, más fácil; sino a zonas pantanosas que ya no sirven de soporte más que a subjetividades inciertas y lábiles, ansiosas eventualmente por encontrar un suelo firme.
Nuestros adolescentes parecen ejemplares de este rap-titubeo.
Tales incertidumbres se han saldado regularmente, en la historia, con el advenimiento de un poder político fuerte.
A pesar de la nostalgia evidente de ciertas capas de la población, es sin embargo improbable que César venga a acampar en el Élysée.
La economía liberal en realidad hace su agosto con nuestra adicción a los objetos fabricados por ella y con el hedonismo que se ha vuelto la regla de nuestra vida; ¡por qué frenarla!
Lanzado a toda velocidad, el Progress-Express va así hacia un destino no indicado y que merecería sin embargo que los viajeros se interroguen.