El Inca Garcilaso de la Vega es el primer gran escritor peruano. Fue también
el primer latinoamericano en escribir sobre América desde Europa ya que
compuso en España toda su obra trazando la historia de sus ancestros
los Incas, obra de madurez largamente germinada y que no publicará sino
en el crepúsculo de su vida. Pero el Inca Garcilaso de la Vega, es ante
todo el fruto de la semilla española en tierra india.
Entre dos continentes, entre dos lenguas, entre dos culturas, del lado
de los vencedores por su padre, del lado de los vencidos por su madre, Garcilaso
no cesará de buscar reparar lo irreparable, de conciliar lo inconciliable,
de llevar borde a borde esta desgarradura que él simboliza, al mismo
tiempo que hará nacer la literatura peruana en un castellano perfectamente
manejado, no una lengua transplantada, sino cuidadosamente cultivada en la propia
tierra fecunda en hombres de letras de sus antepasados paternos, ya que más
que a su lengua es más bien a su conscienca de hombre a medias desarraigado
que se aplica la metáfora de Octavio Paz: no dejará de ser la
misma planta y la otra, español y sin embargo indio en Perú, indio
y sin embargo español en España. Pero escribirá en una
lengua muy pura que ninguno de sus contemporáneos humanistas podía
rechazar. Para comprender el nacimiento de esta escritura, es necesario de retrazar
su biografía.
Nace en Cuzco en 1539 de los amores de un capitán español
de la alta nobleza extremeña Sebastián Garcilaso de la Vega y
de ñusta Chimpu Ocllo descendiente del Inca Huayna Cápac perteneciente
a la descendencia de Huáscar. Es decir que nace en el centro del Impero
de los Incas, en un sitio sagrado, ombligo del mundo en donde había nacido
la tradición. Pero en 1539 para los habitantes de Cuzco el mundo se había,
desde hacía ya seis años, vuelto un caos incomprensible: los conquistadores
se instalaban allí como amos absolutos de los lugares y de los hombres,
y las princesas reales, consintientes o no, no podían sustraerse al deseo
de estos. La violenta victora de la cruz sobre el sol era también la
mayoría de las veces el sometimiento por la violencia de las mujeres
indias.
Sebastián Garcilaso de la Vega, da entonces a su hijo el nombre
de Gómez Suárez de Figueroa, lo que significa no solamente un
pleno reconocimiento de este hijo sino también que lo sitúa simbólicamente
en su rango de primogénito en un linaje que pertenece a la nobleza titulada
desde el inicio del S. XV. En efecto, los Suárez de Figueroa forman parte
de los grandes de España, y desde la atribución del título,
el primogénito se llama Gómez o Lorenzo. Gómez es también
el nombre del hermano mayor de Sebastián Garcilaso de la Vega.
La genealogía del lado materno es menos fácil de verificar
pero es cierto que Chimpu Ocllo era una princesa de alto rango; el mestizaje,
para este niño podía entonces a la vez ser sentido como un desgarramiento,
pero también como una doble nobleza. Todo en los recuerdos que nos deja,
muestra que fue un hijo reconocido por ambas partes, y cuando tome la pluma
será para testimoniar de una gran ternura y de un gran respeto por cada
uno de sus padres.
La infancia de Garcilaso tiene por marco la morada señorial del
padre que lleva un gran tren de vida y mesa abierta como lo quería su
rango. El niño pasa sus primeros años entre su madre quien no
aprendió nunca el español: (su testamento fue redactado con la
ayuda de un intérprete) y las servientes indias estando inmerso así
en la lengua quechua que él mismo dice, retomando la palabra de Dante,
haber mamado con la leche materna. Chimpu Ocllo, bautizada, muy probablemente
después de él, toma el nombre de Isabel Suárez pero el
capitan no se casa con ella: se queda en el rango de concubina y no puede beneficiar
del renombre, el nombre con partícula que era el signo distintivo de
la nobleza titulada. Ella no es más que Suárez, porque había
que cristianizar su apellido y que Suárez era una parte del de su hijo.
Cuando diez años más tarde, Sebastián Garcilaso de la Vega
se casa, escoge su mujer en la nobleza andaluza, siguiendo así las recomendaciones
de la Corona que se preocupaba por la importancia de los concubinatos y sobre
todo que era partidaria de que los bienes de los Españoles no recaigan
entre las manos de los Indios. Repudiando a Chimpu Ocllo el capitán la
casa a su vez con un plebeyo español. El niño vive entonces una
expériencia dolorosa, testigo de la humillación de su madre que
debe dejar la morada familiar, ve instalarse en su lugar a una extraña,
de apenas cuatro años más que él a la que llama su madrastra.
La única crítica que él se permite de manera sibilina para
con su padre es a éste propósito: él da como ejemplo un
conquistador de Guatemala que prefiere casarse con su concubina india antes
que con una Española venida más por lo atractivo de la encomienda
que por amor al soldado cansado. Habla también de su madrastra como de
la segunda viuda de su padre, dejando entender que la unión con Chimpu
Ocllo tenía valor de matrimonio. Continúa frecuentando la familia
materna, y evoca al comienzo de los Commentarios reales esas reuniones donde
« a la edad de 16 ó 17 años », preguntaba a su tío
sobre las costumbres de sus antepasados.
Su educación es la de los hijos de Españoles, es decir que
aprende humanidades en compañía de otros hijos de conquistadores,
mestizos o no. Es posible por otra parte que su padre haya tenido un interés
particular en que él hiciera estudios ya que a su muerte le deja por
testamento una suma de 4000 pesos para ir a España a estudiar. Gómez
Suárez, en su adolescencia por el hecho de residir en la morada paterna
y por esta educación, se volvió sin ninguna duda más español
que indio. Por otra parte desde su más tierna infancia, está concernido
por las guerras civiles que libran los Españoles y cuenta cuán
marcado fue por un episodio de estas luchas en las que su padre tomaba parte
y donde vio su casa sitiada y bombardeada por los partidarios de Almagro: episodio
traumático que hacía probablemente eco a la conquista tal como
él había podido oír hablar de ella en el círculo
materno, y aún más íntimamente quizá a su propia
concepción.
A la muerte de su padre, él tiene apenas 20 años. La encomienda
se le escapa (ella corresponde por derecho a la viuda) así como las ventajas
ligadas a su nacimiento de las cuales había podido gozar hasta ahí.
Mide quizá entonces por primera vez el peso de su ilegitimidad, y sobre
todo cuánto la ley española marca la diferencia de la sangre.
En realidad, ya se esboza una política de desconfianza hacia los mestizos,
que se apoya en un profundo desprecio de la raza india, reputada como « perezosa
y lasciva ». Algunos años más tarde, el virrey Toledo, el
« supremo organizador del Perú » según Levillier, dirá
en sus cartas al rey todo lo mal que piensa de los mestizos quienes toman esas
malas inclinaciones de sus madres, y pedirá que se les prohiba la tenencia
de armas por miedo a que sigan la naturaleza materna, añadiendo que hay
que desconfiar tanto más de ellos cuanto heredaron de sus padres la fogosidad
española y la destreza en el manejo de las armas y de los caballos.
Hijo mimado por ambas partes, Gómez Suárez de Figueroa debió
a la muerte de su padre, enfrentar la dura realidad de su condición de
mestizo. No le quedaba en el Perú más que su familia materna reducida
a la impotencia y al silencio.
Dos años antes de su muerte, el Capitán Garcilaso había
pedido y obtenido el permiso para ir a España, pero no pudo hacerlo por
la enfermedad que se lo llevara, y es su hijo que él envía por
decirlo así en su lugar. En todo caso es así como éste
lo entenderá.
Gómez Suárez de Figueroa va a España a partir de 1560,
y nos cuenta cómo, en Lima, justo antes de embarcarse tuvo la ocasión
de ver e incluso de tocar las momias de sus ancestros que Polo de Ondegardo
había confiscado. Va con la intención de hacer reconocer los derechos
de su padre, y por consiguiente de obtener para él mismo y sus hermanas
mestizas, un reconocimiento y una restitución de las tierras de su madre.
Su petición es rechazada por el consejero de las Indias Lope García
de Castro quien se basa en escritos de historiadores, en particular sobre la
relación de Diego Fernández y de la historia de López de
Gomara atestando que el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega
no siempre había sido fiel a la corona (era acusado de haberse mostrado
partidario del rebelde Gonzalo Pizarro en la guerra civil y de haberle salvado
la vida dándole su caballo en la batalla de Huarina). En realidad, todos
los elementos de esta experiencia van a revelarse significantes a continuación
para el hombre y para el escritor: primero el rechazo de reconocimiento de los
servicios prestados, y sobre todo la acusación de traición del
padre, por último el escrito en el que se funda Lope García de
Castro para establecer su juicio diciendo que lo que es escrito por los historiadores
no puede ser negado. Esa palabra, caída como un ácido, quedará
grabada para siempre en la mente del joven mestizo.
Luego de este fracaso, Gómez Suárez de Figueroa pide licencia
para regresar al Perú, como si frente a la hostilidad de la tierra paterna,
no le quedara más que volver a encontrar la tierra materna. La obtiene
pero no se va, repitiendo con esto, de alguna manera, lo que le había
pasado a su padre; como él, no volverá nunca a ver su tierra natal.
En realidad, comprendió que su condición de mestizo sería
una peor desventaja en Perú que en España. Se va a vivir en Montilla
cerca de Córdoba bajo la protección de su tío paterno Alonso
de Vargas.
La identificación de Gómez a su padre es tanto más
manifiesta cuanto él se inscribe bajo su nombre en el registro de la
parroquia, con el motivo de dos bautizos: Gómez Suárez de Figueroa
se vuelve primero Gómez Suárez de la Vega luego cinco días
más tarde Garcilaso de la Vega: estamos en 1563, tiene 24 años
y ha perdido toda esperanza de hacer reconocer los derechos de su padre.
Va entonces a encargarse él, en adelante, de reconquistar el honor
del capitán Garcilaso de la Vega y va a hacerlo también en memoria
de su célebre abuelo el poeta toledano del mismo nombre, emblema del
perfecto gentilhombre del Renacimiento y gloria de las letras españolas.
Su deseo de inscribirse como heredero de aquél que llamaban el príncipe
de los poetas se vislumbra en el prólogo de su primera obra literaria
donde habla del sacrificio ofrecido en su tiempo « con la espada y la pluma »
lo que recuerda, de manera por demás clara, un verso de la 3ª égloga
en la que el poeta toledano decía haber robado al tiempo su poema « tomando
unas veces la espada otras la pluma ». « Con la espada y la pluma »
será también el lema que adornará más tarde el escudo
de armas hispano-indio de la edición de los Comentarios reales y que
encontramos en la reja de la capilla de la catedral de Córdoba donde
descansa.
Se enrola entonces para dominar la rebelión de los Moriscos en las
Alpujarras, mientras que en el mismo momento Lope García de Castro, ése
mismo que había rechazado su petición en Madrid domina la rebelión
de los mestizos en Perú. Sin duda alguna Garcilaso escoge su campo en
el proceso de identificación a su padre: debe reparar el honor paterno,
mostrar entonces su lealtad a la corona española, pero ¿no hay acaso
alguna ambigüedad para el Indio Garcilaso al echar fuera del territorio
a aquellos que simbólicamente eran considerados por el padre como los
antiguos invasores?
Pelea tan bien que gana el título de capitán y cuatro conductas,
es decir el derecho de levantar hombres en armas, lo que era un honor pero no
obtiene paga del rey.
Estamos en 1570. El hombre del siglo de oro español tiene cuatro
caminos posibles para obtener reconocimiento: la sangre, las armas, la Iglesia
y las letras. Garcilaso tiene la nobleza por su nacimiento, ahora es capitán.
Le queda tomar la pluma y entrar en las órdenes lo que hará. Cuando
se pone a escribir, se inscribe en la línea recta siguiendo las huellas
de los hombres de letras prestigiosos con los que contaba la familia paterna.
Ya que además del brillante poeta del cual lleva desde ahora el nombre,
dos otras grandes figuras de la poesía española del S. XV están
emparentadas con él: el marqués de Santillana y Jorge Manrique.
Pero tiene también otros motivos.
Si la escritura es el padre, lo es aún más para Garcilaso,
por las razones que acabamos de evocar, y también porque en la conquista
del Perú la escritura fue percibida por los indios como un arma tan poderosa
como los cañones. ¿Y además, acaso no había habido
esta palabra definitiva sobre los escritos de los historiadores?
No es sin embargo con un libro de historia que va a comenzar su obra de
escritor sino por una traducción; traduce del toscano al español
y al quechua los diálogos de amor de León el Hebreo. Es particularmente
significativo que escoja la traducción como sus primeras armas en literatura.
Entre dos lenguas desde su más temprana edad, no dejará en realidad
de hacerse intérprete, primero en el sentido literal del término
y después intérprete de la historia de su país. El equilibrio
que requiere la traducción, la perfecta igualdad de conocimiento en las
dos lenguas no podían sino solicitar a este hombre entre dos mundos,
profundamente ligado al uno como al otro, y herido por la humillación
infligida al uno por el otro. Por otra parte, da a su traducción el título
siguiente: « La traducción del Indio de los tres diálogos
de amor de León el Hebreo, hecha del italiano al español por Garcilaso
Inga de la Vega, nativo de la gran ciudad de Cuzco, capital de los reinos y
provincias del Perú ». Como para restablecer el equilibrio, se apega
orgullosamente a que esta traducción llena de fineza, en un castellano
irreprochable y que rápidamente eclipsó a aquellas que la habían
precedido sea la obra del « indio » Garcilaso, y por la primera y única
vez firma Garcilaso Inga de la Vega, intercalando su título de nobleza
materno entre el nombre y la partícula paternos.
¿Pero por qué escoger estos diálogos de amor que son
una obra neoplatónica de una gran complejidad retórica y conceptual?
Tal traducción exigía no solamente un perfecto dominio del Toscano
sino también una gran aptitud al pensamiento filosófico. Garcilaso
no podía probar de mejor manera el refinamiento y el alcance de su cultura
occidental, su propagación también ya que más tarde, Cervantes
en su prólogo al Don Quijote citaba León el Hebreo como el modelo
de lo mejor que podía escribirse sobre el amor (y es probable que lo
haya leído en la traducción de Garcilaso). Pero se apega a exigir
de su lector su reconocimiento en tanto que Indio agregando en su prólogo
al rey que le pide ver en esto el « tributo que le deben sus vasallos, los
nativos del Nuevo Mundo ».
Posiblemente sentía también alguna simpatía fraterna
por un escritor expatriado como él (León el Hebreo era judío
expulsado de España en 1492), como él no completamente reconocido
español, y que construía sus diálogos alrededor de la idea
de la unión por el amor. Pero parece que este texto retuvo su atención
también por otras razones. Según Miro Quesada, él habría
encontrado ahí una sutileza intelectual que apreciaba mucho así
como el sentido de la jerarquía bien ordenada que aplicará más
tarde en sus Comentarios reales, por fin un equilibrio que era su preocupación
constante. Por su parte, Marcel Bataillon sospecha que él encontró
en la cosmología platonisante de los diálogos, una sublimación
de la religión solar de sus antepasados, como un puente posible entre
ella y la filosofía cristiana.
Es en efecto una de las preocupaciones constantes de Garcilaso el mostrar
que los Incas habían preparado el terreno para el advenimiento del cristianismo.
Pero quizá podemos adelantar aún otras razones más inconscientes.
El primer diálogo de amor recalca la diferencia entre el amor y el deseo
y varias veces el autor vuelve a hablar de la idea que se ama lo que se tiene
pero que se desea lo que le falta, y Garcilaso no podía no estar concernido
por esta idea, él que se encontraba constantemente entre lo que tenía
–una de la más citadas de sus frases, es « de las dos naciones
tengo cualidades »–, y lo que precisamente le faltaba de esas dos naciones
ya que nunca podía decirse completamente español o completamente
indio.
Si se ha querido ver en su obra el símbolo de la armonía
entre los dos mundos, es muy evidente que todo su esfuerzo por dar esta imagen,
toda su aspiración a la unión por el amor entre España
y su país natal tiene subyacente la dura realidad de la posesión
por la violación. Por otra parte, más personalmente la unión
por el amor lo hace volver muy ciertamente a la cuestión de su propio
nacimiento, lo que aclara talvez su sorprendente firma.
La traducción del Indio fue un éxito, pero ella se vio prohibida
por la Inquisición algunos años más tarde. En esta insistencia
que pone en declararse indio, está el inicio de lo que van a ser los
Comentarios reales. Pero antes de emprender esta obra que deja largo tiempo
progresar, se aventura en la historia escribiendo La Florida del Inca donde
intenta contar la conquista de Florida luego de la expedición de Hernando
de Soto, el año mismo de su nacimiento. Pretende no ser él quien
habla sino contentarse con retranscribir las memorias pacientemente reconstituidas
de un viejo conquistador encontrado en Andalucía. En realidad, confiesa
implícitamente ser el autor de este relato particularmente en un pasaje
que debe retener nuestra atención, cuando habla de la muerte de Hernando
de Soto donde el homenaje que rinde a ese gran capitán se confunde con
el homenaje a España y a la raza española.
En efecto Garcilaso declara entonces en un impulso de humildad que un Indio
no es lo bastante digno para rendir este homenaje, y que por otra parte los
Españoles cuando enterraron a de Soto, lo hicieron como sus antepasados
los Godos a su rey Alaric y de allí resulta un elogio a los Godos, así
como la afirmación de una raza de reyes españoles que se mantuvo
pura a pesar de la larga presencia de los Árabes. Ése es un discurso
que se profiere en España desde el S. XIII, de manera más o menos
episódica, discurso oficial, ligado a la reconquista y a la lucha contra
los Turcos pero discurso que no deja de sorprendernos de la parte de nuestro
mestizo tan orgulloso por otro lado de su ascendencia materna. Este pasaje nos
aclara sobre el sufrimiento que debió ser aquél de Garcilaso oscilando
entre la vergüenza y el muy grande orgullo, sufrimiento de una humillación
que se reduce formalmente a humildad de buen tono.
Es más o menos cierto que entonces recogió las declaraciones
de la boca de Gonzalo Silvestre y que éste debió representar para
él, para su memoria, un verdadero vínculo viviente entre su país
natal y España, entre la infancia y su vida de hombre maduro (Gonzalo
Silvestre había participado en las guerras civiles del Perú que
habían marcado tanto al niño pequeño de entonces). Tiene
53 años cuando empieza a recoger estos recuerdos, los organiza, en una
forma romanesca completamente conforme con la novela del siglo de oro, por su
construcción, su división en capítulos y subcapítulos,
sus digresiones siempre con preocupación de equilibrio y de estética,
sus extremos de reflexiones moralizantes. Allí deja traslucir su admiración
por los dos pueblos en lucha ya que, dice en su advertencia al lector, « me
veo en deuda con las dos naciones siendo hijo de un Español y de una
India ». Es por esto que cuando cuenta las crueldades indias, como por ejemplo
el episodio de los desafortunados Españoles que cayeron en manos de los
caníbales, toma la precaución de decir que estos habían
sido injustamente maltratados por los hombres de Pánfilo de Narváez.
No omite tampoco en una ocasión el subrayar la importancia de los malos
intérpretes en los errores y malentendidos. Pero es evidente que la preocupación
literaria prevalece sobre la preocupación historiográfica, y esto
para el más grande placer del lector.
La Florida del inca aparece apenas en 1605 en Portugal, pero desde hace
mucho tiempo Garcilaso trabaja en su gran proyecto de historiador, los Comentarios
reales que concibe en dos partes: la primera será aquella de la historia
de sus ancestros maternos, la segunda aquella de la conquista del Perú.
Su madre murió en 1571, dejándole por testamento el campo
de coca que él había heredado de su padre y del cual ella era
usufructuaria. Garcilaso hace vender este campo, y como había obtenido
el permiso de repatriar el cuerpo de su padre a España y lo había
hecho inhumar en Sevilla, no tiene otra cosa que lo ate al Perú más
que sus recuerdos y la correspondencia que mantiene todavía con algún
amigo de niñez. El patrimonio materno es desde ahora exclusivamente el
lugar de la memoria y del imaginario.
Capitán, hombre de letras, ordenado sacerdote, el Inca Garcilaso
de la Vega –ya que es así como firma desde ahora sus escritos, alegando
su calidad de Inca pero utilizando la forma española inga–, seguro
de su posición social del lado de los vencedores, puede por fin consacrarse
a ese proyecto que ha dejado pacientemente madurar y que en realidad se inscribe
en el proceso de reparación que empezó desde la muerte de su padre.
Ahora se trata de reparar con la pluma, comenzando por el lado materno ya que
al igual que su padre había sido acusado de traición por Lope
García de Castro, los Incas eran acusados por los Toledistas de tiranía
y de crueldad, en otros términos, de ilegitimidad. Es por esto que comienza
a escribir la historia de sus ancestros maternos en un trabajo que tiene un
título cuya traducción francesa escamotea la ambigüedad:
los Comentarios reales [royaux]. Los comentarios reales. Real en español
se refiere tanto realeza [royal] como a realidad [réel]. Son entonces
comentarios reales porque son la obra de aquél que se presenta como un
Inca, y también porque cuentan la historia de los Incas, pero son también,
y Garcilaso quiere subrayarlo, comentarios reales, verdaderos, porque él,
por su posición entre las dos culturas, entre las dos lenguas es el único
en condiciones de dar cuenta de la realidad histórica de los Incas.
Garcilaso no dejará de utilizar el argumento de la lengua mal comprendida
para justificar su escritura de la historia de sus ancestros maternos. Él
se define como intérprete y es significativo por otra parte que entre
las tres palabras españolas que tienen este sentido: faraute, lengua,
intérprete él utiliza la mayoría de veces, contrariamente
a la mayoría de cronistas de la época, el de intérprete
que contiene en su etimología la idea de aquél que está
entre los dos. Entre el mundo inca y el mundo cristiano entre la tradición
oral y la escritura, entre el pasado y el porvenir, él es el que puede
y debe traducir de la manera más fiel la realidad histórica de
sus ancestros maternos a fin de reparar los errores de ciertos historiadores
españoles que injustamente ponían a los incas en acusación.
Al principio de los Comentarios reales dice con mucho tacto hablando de estos
historiadores: « Mi intención no es contradecirles sino servirles
de comentario y de glosa y de intérprete para numerosos vocablos indios
que, siendo extranjeros a esta lengua ellos han interpretado lejos del verdadero
sentido ». Se mide bien aquí la habilidad de Garcilaso que no acusa
abiertamente a España sino que defiende firmemente el Perú de
los Incas. La lengua va a ser para él lo que la locura de Don Quijote
fue para Cervantes, el pretexto que permite decir lo que normalmente no puede
ser dicho, rectificar el discurso oficial sin atacarlo de frente. En la Florida
del Inca, él ya la había utilizado para subrayar los defectos
de los conquistadores, jugando por ejemplo sobre lo cómico de la equivocación
en el episodio de Juan Ortiz. Juan Ortiz era un Español que había
caído en manos de los Indios y había sido esclavizado por un cacique.
El gobernador Hernando de Soto se había enterado de su existencia por
un indio que pronunciaba mal su nombre y –nos dice Garcilaso– « como
a esta mala pronunciación del indio se añadía un peor entendimiento
de los valerosos intérpretes que declaraban lo que él quería
decir y como todos los que escuchaban no tenían otra prisa que la de
ir a buscar oro, oyendo al Indio decir Orotiz, sin ir más lejos comprendían
que simplemente él decía que en su país había oro,
y se entretenían y se regocijaban con sólo oírlo nombrar
aunque en un sentido tan diferente ». Con esta anécdota que hace
sonreír al lector, es evidente que Garcilaso da en el clavo sobre la
codicia de los Españoles en la conquista y su poca atención a
la palabra del otro.
En los Comentarios reales, él va más allá de este
procedimiento, lleva más lejos su reflexión sobre la lengua y
se hace el intérprete privilegiado de su pueblo, sin nunca dejar de decir
que los Indios fueron mal comprendidos por los Españoles. Por otra parte
es notable que su primera página de los Comentarios sea consacrada a
la lengua quechua, a la manera de pronunciar y a las incorrecciones que los
Españoles introdujeron en ella corrompiendo esta bella lengua. Consacra
varios capítulos a la lengua general del Cuzco que era impuesta por los
Incas en todo el imperio lo que era, nos dice, una prueba de paz ya que los
hombres se pelean cuando no se comprenden. « Gracias a esta sabia decisión,
los Incas dirigían y gobernaban en completa paz y quietud su imperio,
y los habitantes de varias naciones se llevaban fraternalmente ya que hablaban
una misma lengua ». Otra idea importante: esta generalización de
la lengua del Cuzco, al mismo tiempo que facilitaba el paso de la barbarie a
la civilización, preparaba con la ayuda de la divina providencia el advenimiento
de la evangelización. Se ve, la lengua sirve aquí escencialmente
para hacer la apología de los Incas y él la trata según
criterios humanistas y cristianos. Pero es en la segunda parte de estos Comentarios
que aparecerá después de su muerte bajo el título de La
Historia general del Perú, que la utiliza de la mánera más
magistral, precisamente en el momento más decisivo para la historia de
su país, el encuentro de Atahualpa y de Pizarro.
Retranscribe el requerimiento, especie de sermón requerimento que
el padre dominico Valverde hizo al Inca teniendo el cuidado de precisar que
lo hace a partir de los papeles del padre jesuita Blas Valera quien lo habría,
él mismo, vuelto a copiar del manuscrito original. Insiste, en breve,
en el hecho de que nos referimos a un documento auténtico, contrariamente
a las reconstituciones de otros historiadores. Este sermón en dos partes
termina con una violenta amenaza: « Si a ello te negaras, oh rey, sabe tú
que serás constreñido por la guerra devastadora, y que todos tus
ídolos serán tirados al suelo, y te constreñiremos por
la espada a dejar tu falsa religión que lo quieras o no… Dios permitirá
que, tal Faraón que perece en el mar con toda su armada, así tú
y tus indios sean aniquilados por nuestras armas ». Sigue un capítulo
en el que Garcilaso hace un largo desarrollo sobre la mala traducción
de Felipillo quien, dice él, no conocía de las dos lenguas ni
la una ni la otra.
Estamos lejos del acuerdo fraterno alrededor de una misma lengua de los
Comentarios reales pero Garcilaso tuvo el cuidado de decirnos que esta lengua
general tan bien repartida en la paz bajo los Incas fue olvidada por los Indios
a continuación por la culpa de los Españoles y en particular de
las guerras civiles. Luego en el capítulo siguiente, es el turno de Atahualpa
de tomar la palabra y de quejarse igualmente del intérprete ya que, dice
él, « hablarse por el intermedio de mensajeros y de intérpretes
ignorantes equivale a hablarse por el intermedio de animales domésticos »
y añade muy hábilmente que no puede comprender de otra manera
lo que acaba de escuchar ya que, cuando debería tratarse de un mensaje
de paz, de amistad y de fraternidad eternas e incluso de alianzas de linajes,
él sólo escuchó amenazas de guerra, de asolamiento, de
destrucción de los Incas, lo que le lleva a deducir de esto que, o los
Españoles son tiranos que están destruyendo el mundo, o son un
castigo del dios Pachacámac. Todo esto Atahualpa lo dice dominando su
cólera, y teniendo cuidado, contrariamente al dominico de hablar lentamente,
con pedacitos de frases y en la lengua del Chinchaysuyu, para dar el tiempo
y la ocasión al intérprete de hacer mejor su trabajo.
Para el lector espagnol a quien este libro se dirige, es evidente que la
traducción no es más que una ficción ya que el discurso
del dominico es auténticamente fiel al original y ya que el discurso
de Atahualpa es la traducción de Garcilaso mismo quien toma la precaución
de decirnos que estas palabras fueron guardadas en los quipus, esos cordelitos
con nudos que servían escencialmente para contabilizar los tributos y
de soporte a la tradición oral. Marcel Bataillon nos dice con mucha razón
que debemos reír de esto como el lector de don Quijote ríe de
Cide Hamete Benengeli. Nadie se engaña: es justamente Garcilaso quien
se expresa allí, y la mala traducción no es sino un pretexto para
mandar la acusación de tiranía a terreno español. Por otra
parte, consciente de la violencia de sus palabras va inmediatamente a contemporizar
tomando la defensa del padre Valverde dando una nueva versión del episodio
famoso de la biblia echada al suelo.
Según Garcilaso, el padre Valverde habría desafortunadamente
él mismo dejado caer el libro sagrado, y eso habría sido mal interpretado
por soldados listos para pelear; el grito de alarma, la incitación a
la masacre que le acordamos sólo sería el fruto de la imaginación
de historiadores que se encontraban a tres mil leguas de allí, lo que
le permite añadir en nombre del buen sentido, que es impensable que un
hermano católico y teólogo haya podido incitar a la masacre de
Indios inocentes, « lo que podemos creer, dice, de un Nerón pero
no de un religioso que por su virtud y su obra evangelizadora merecía
ser obispo ». ¿Acaso el lector habría olvidado las amenazas
certificadas auténticas de guerra devastadora? A pesar de todo, sentimos
a Garcilaso dolorosamente dividido entre su fe de católico ferviente,
y el amor que siente por sus ancestros maternos mártires. Tan pronto
como denuncia las violencias sufridas por las víctimas, se apresura en
tratar con miramientos a los verdugos; ¿es solamente con la preocupación
de no herir a los censores, o bien no está allí el verdadero desgarramiento
de su ser?
Sería largo detallar completamente estos capítulos escenciales
de la segunda parte de los Comentarios reales, pero de ellos se saca que el
Inca es un ser pacífico que maneja por otra parte de manera sorprendente
conceptos europeos de la época como la razón, la justicia y el
derecho a los cuales dice estar dispuesto a plegarse, pero que, porque se le
tradujo mal, no comprende por qué Carlos Quinto siendo monarca universal
habría necesitado que el papa le diese el derecho de conquistar el Perú,
ni por qué él debería pagar tributo a ese rey que nunca
ha sido señor natural de esta tierra, ni nunca lo ha visto. Se reconoce
allí, gracias al artificio de la mala traducción todos los argumentos
del debate alrededor de la legitimidad de la conquista, y Garcilaso no pierde
tampoco una oportunidad de hacernos reír cuando Atahualpa haciendo la
cuenta de los nombres que los Españoles veneran: Dios que es tres en
uno, Adán, Jesucristo, Carlos Quinto y el Papa, encuentra que eso es
más que los dioses incas que son sólo tres: Pachacámac,
el Sol y la Luna.
La obra de Garcilaso por supuesto no se resume a estos pocos rasgos esbozados
aquí, pero me pareció que su relación a la lengua, la hábil
utilización que hace de ella, la lengua mal comprendida siendo el único
medio de poder decir, las reflexiones que él le acuerda son una articulación
escencial de ella.
Hombre del siglo de oro pero también del país del oro, medio-conquistador,
medio-conquistado, toda su vida fue una reconquista obstinada de un pleno reconocimiento
del lado del padre para reparar el desgarramiento, lavar el honor de la una
y la otra rama y permitir así un reconocimiento de los vencidos. Garcilaso
vínculo, Garcilaso intérprete es también, disimulando tras
la armonía de su estilo humanista y la elegancia de sus construcciones
inspiradas en los Jesuitas, el inagotable sufrimiento de la humillación.