Para avanzar en la conceptualización del deseo del analista resulta
necesario efectuar una profundización en torno a la problemática
de la Ley y su relación conla ética.
En una conferencia pronunciada en 1930, L. Wittgenstein afirmó que « (…)
si un hombre pudiera escribir un libro de ética que realmente fuera un
libro de ética, ese libro destruiría, como una explosión
todos los demás libros del mundo ».
Esta frase indica que se trata de la imposibilidad lógica de la proposición
ética, imposibilidad que se desprende del hecho de que « el propósito
de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética
(…) es arremeter contra los límites del lenguaje ». « La ética
está en el lugar de un imposible constitutivo, si fuera posible decirla
o escribirla esto supondría la explosión del orden simbólico ».
Sería la suposición de que es posible decirlo todo, esto es, de
crear un metalenguaje, de hacer existir el Otro del Otro. Así surgen
los relativismos de los diversos sistemas éticos, « incapaces al parecer
de elaborar un fundamento incuestionable ».
Pero la historia de la ética presenta el intento de plantear una regla
universal que pueda dar consistencia al Otro. El ejemplo paradigmático
es el imperativo categórico de Kant. La pretensión de universalidad
revela que el carácter de semblante del lenguaje es la causa del callejón
sin salida en que desembocan las éticas tradicionales. El hecho de que
« todo lenguaje carece de un significante último que diga lo verdadero
de lo verdadero abre en Kant el camino hacia Freud ».
Según el Marqués de Sade, la máxima del derecho al goce
es la afirmación de un deber que excluye cualquier motivación
por fuera de aquella que implica la propia orden terminante inherente a la máxima.
Hay un punto común muy notable con el imperativo categórico: en
ambos casos se trata del rechazo a lo patológico y la referencia a la
forma pura de la ley. En este sentido son lo mismo Kant y Sade: rechazo a lo
patológico y énfasis en el estatuto formal de la ley, en la forma
pura de la ley. Es necesario reconocer en el imperativo sadiano el carácter
de una regla universal ya que tiene la virtud de instaurar a la vez la expulsión
de lo patológico y la forma de la ley.
Un ejemplo de un caso judicial desplegado en Canadá me permitirá
abrir el juego. Se trata de un adolescente que vive desde temprana edad con
su madre divorciada quien decide someterse a una intervención de cambio
de sexo. Modificado su sexo y su estado civil esta madre –ahora un
hombre– realiza un juicio de adopción de su hijo en tanto padre.
El hijo da su consentimiento a esta adopción y el tribunal de Quebec
da lugar a la petición. Un argumento del juicio merece ser señalado:
« Según el niño, corroborado esto por la trabajadora social, para
el niño, su madre ha muerto; él ha hecho su duelo »
Esta breve reseña permite pensar la importancia de la referencia a la
Ley desde las nuevas doctrinas del transexualismo en su relación con
los denominados derechos humanos.
La idea del « todo » en el juicio universal aristotélico y kantiano, por
definición, imposibilita considerar la existencia singular.
Cuando Aristóteles considera los enunciados particulares, afirmativos
o negativos, da lugar efectivamente a lo que no es universal; pero lo que esconde
es que la existencia misma de lo universal prescinde de que exista una cosa
que pueda no responder a ello. Lacan lo dice así: « retengamos la paradoja
de que sea en el momento en que ese sujeto no tenga frente a él ningún
objeto cuando encuentra una ley ».
En este sentido, el problema del sujeto en la ética y en la moral kantianas
es que encuentra la ley cuando ya no hay ningún objeto que responda a
esta ley, cuando no hay más puesta en juego del amor, de la sensibilidad,
de las pasiones, del afecto por un amigo, de ningún objeto patológico,
de ninguna pasión.
Cuando no tiene más ninguno de esos sentimientos es cuando descubre
la ley pura.
Alguien criticó una vez a Kant y dijo que parecía tener las manos
limpias pero el problema es que, en realidad, Kant no tenía manos. Pero
si las tuviera no las tendría tan limpias porque lo que el filósofo
de Königsberg, como Aristóteles, esconde con su tesis es que en
función del Bien se podría matar a todo el mundo con el objeto
de preservar el universal.
Kant representa la culminación de la ética que predica el universal
y que tiene su conclusión dramática en distintos momentos pero
particularmente en el terror posterior a la Revolución francesa, es decir,
una experiencia política que no respetó la existencia en el intento
de establecer el reino de lo universal.
Es cierto que el iluminismo deriva en la revolución francesa, pero ésta,
a su vez, fue una política que, al fracasar, desemboca en el terror.
El terror no fue más que el establecimiento de lo universal a pesar de
la existencia. Para decirlo en términos políticos prácticos:
si había alguien, cualquiera que fuere, que no cabía en el nuevo
universal, se le cortaba la cabeza. Pero lo que en el mismo movimiento del terror
se iba desplegando era que este tratamiento de guillotinar, aparentemente limitado
en los comienzos a los enemigos de la patria (por ejemplo, a los aristócratas),
después se usó con cualquiera. Esto significó el descubrimiento
del horror: todos en última instancia podían ser iguales frente
a la muerte, y el universal podía muy bien prescindir de la existencia
de cualquiera. Es lo que sucede siempre en cualquier movimiento de masas que
considera que no hay ningún límite a lo universal. Alcanza con
recordar el nazismo o la masacre de Pol Pot en Camboya donde fueron exterminados
millones de seres humanos en nombre de lo universal.
La ética de Kant sacrifica la particularidad del goce en función
del imperativo universal.
El imperativo kantiano es igual que la operación sádica, puesto
que el sádico también quiere someter a todo el mundo al universal
de su goce. Ese es el punto en que los dos se encuentran. Mientras Kant quiere
sacrificar por su ley a todas las existencias, el Marqués de Sade puede
hacer pasar a todo el mundo al papel de víctima en nombre del universal
de su goce, es decir, la máxima del derecho al goce.
Kant y Sade sacrifican la existencia, en el sentido de la singularidad, con
las variantes correspondientes en los dos casos. Se nota así lo que se
podría llamar la vertiente sádica de Kant pues sus « manos limpias »
escondían en algún lugar un goce.
En Sade -caricatura de Kant- un término sensible o patológico
en el sentido kantiano ocupa el lugar de lo incondicionado porque el universal
sadiano no tiene por experiencia básica el respeto sino la blasfemia.
El libertino masculino no hace sólo de un placer singular el término
único y precioso entre todos sino también en ese término
único adquiere valor de incondicionado por el ultraje que inflige a todos
los valores morales: « una sola gota de leche eyaculada por este miembro me es
más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio »
» La gota de esperma es la joya que debe su precio al desprecio que asesta a
las virtudes más sublimes ». Así pues no hay placer sin una multitud
de términos sacrificados y la palabra sacrificio siempre sale al encuentro
de Dolmancé.
En Sade se trata de instaurar un régimen de igualdad en que cualquier
individuo puede forzar a cualquier otro a gozar y de inscribir en la legislación
la constancia de que ésa es la fuente de la igualdad política.
Cualquier ciudadano equivale a cualquier otro porque todo hombre es un déspota
cuando goza y la igualdad consiste en dejar que en todo gozador se desarrolla
el despotismo del goce. Esto supone la intercambiabilidad absoluta de los ciudadanos
gozadores, a imagen de la permutabilidad rigurosa de los órganos eróticos
en las posturas libertinas.
Lacan dice: « …el patíbulo no es la Ley. La Ley es otra cosa ». La Ley
es otra cosa porque está más allá del juego de recompensas
y castigos; más allá de aquello que el significante articula,
del deseo sometido a la metonimia significante. La Ley no está del lado
del significante sino de la Cosa, se confunde con ésta porque es pérdida
pura y originaria que impone incondicionalmente un « más allá del
bienestar », el sacrificio de todo bienestar en nombre de la Ley. Así
en tanto Cosa la Ley es causa de la división del sujeto porque le exige,
más allá de toda búsqueda de placer, una entrega incondicional
a ella misma, ese retorno a un origen oscuro que ilustra Edipo en Colona: « No
nacer es la suerte que sobrepasa a todas las demás; pero una vez nacido,
el volver lo más pronto posible al origen de donde uno ha venido es lo
que procede ».
La Ley antes de llenarse de contenido empírico es forma pura. Del lado
de la Cosa no hay consistencia: la Cosa es la Ley en tanto instancia de la que
procede la posibilidad misma de desear.
De Kant y Sade el psicoanálisis retoma un aspecto fundamental. Más
allá de la posibilidad de desear- que hace de un objeto sensible un objeto
deseado- está la Cosa. Esta es la pura falta que no es sustituto ni metonimia
de nada distinto y previo a ella. Es la Cosa no condicionada a ninguna otra
pues constituye lo incondicionado por excelencia, lo imposible de figurar, « fuera-significado »
(« hors-signifié »)
La escena final de La filosofía en el tocador en la que la madre es
condenada al suplicio de la costura de su sexo muestra que Sade se somete a
la Ley que indica la imposibilidad de hacer de la Cosa un objeto de deseo.
En el Seminario XI Lacan afirma que la ley moral no es más que ese deseo
en estado puro, el mismo que conduce al sacrificio. La Ley moral es la Cosa
indiferente que reclama el sacrificio del objeto de amor para hacer existir
el Otro del Otro. Ese deseo puro equivale al imperativo categórico, incondicional,
la voz sadiana del superyó obsceno y feroz.
Veamos ahora el deseo del analista. ¿Es un deseo puro? No. Es un deseo
de obtener la diferencia absoluta. En la polémica Freud-Pfister se puede
ilustrar esto: no es el deseo de conducir la transferencia a Dios, a la Cosa,
a la in-diferencia absoluta; no es deseo de darle consistencia al Otro como
la Cosa misma.
El deseo del analista es definido por Lacan como el deseo de la máxima
diferencia en la medida que separa el Ideal del objeto. La ética del
análisis consiste en que « allí donde eso era, el sujeto deba advenir »
(« Wo es war, soll Ich werden ») o, mejor: Wo es war, muss a werden, imperativo
propio del analista.
El analista debe dejar advenir el objeto a para que el analizante lo pueda
rechazar Se trata de un deseo producido en la operación analítica:
implica la renuncia al goce y el des-ser. Cuando se opera en términos
de goce está siempre en juego la recuperación. El lugar del analista
está vaciado de goce pues ahí se trata siempre de operar con la
pérdida, es decir, con la causa del deseo del Otro.
El deseo del analista desnuda la estructura misma del deseo, es decir, su sitio
definido como hiancia ya que siempre se ubica en el intervalo: entre percepción
y deseo, entre demanda y necesidad, entre enunciado y enunciación.
El posicionamiento del deseo del analista sólo puede considerarse advertido
si esa advertencia implica un saber en hueco, es decir, un saber que no afirma
nada de su objeto en términos positivos. La advertencia remite a la sustracción
de la suposición de existencia del sujeto supuesto saber. No se trata
tanto de que el sujeto supuesto saber no existe sino que el pasante no deja
de « pasar » el saber sobre la inexistencia del sujeto supuesto saber. » Un deseo
advertido de la inexistencia del sujeto supuesto saber no es deseo que haya
sustituido un saber por otro, sino un deseo que se encuentra en otra relación
con el saber ».
« Para el analizante, el deseo del analista, que viene al sitio del deseo del
Otro, no deja de ser un enigma, una x, en la medida en que el analista no responde
a la demanda. Si el analista no responde a la demanda, no es en nombre de no
se sabe qué virtud de la frustración, ni por un gusto intenso
por las adivinanzas, sino efectivamente por una cuestión de estructura
del deseo, a saber, porque el lenguaje viene a agujerear el ser de carne, y
porque su demanda de articularse en significantes deja correr bajo ella un resto
metonímico ».
El imperativo « no ceder sobre el deseo » no puede ser concebido como un imperativo
categórico porque es lo opuesto a la pretensión de establecer
una premisa universal. « No ceder sobre el deseo « es hacer del deseo la marca
de la imposibilidad de una proposición metalingüística que
sostenga la idea de universo. La ética no se vocifera; se calla, no da
preceptos »: « Se anuncia una ética, convertida al silencio, por la avenida
no del espanto sino del deseo ». Es el deseo quien funda una ética del
silencio como la única que podrá hacer surgir la palabra singular
e imprevista allí donde el espanto evoca otro silencio: el que resultaría
de la desaparición del orden simbólico por el intento de hacer
existir el Otro del Otro.
No se trata de conducir el resto ineliminable de la transferencia hacia Dios
para alcanzar la beatitud, el apaciguamiento, la apatía, que la cura
de amor, esencialmente religiosa pretende lograr eliminando de este modo la
posibilidad de amor, que disuelve en goce. El deseo del analista es más
bien deseo de ocupar el lugar de ese exceso que en el encuentro amoroso constituye
un resto ineliminable: « Si la transferencia es aquello que de la pulsión
la demanda aparta, el deseo del analista es aquello que lo trae de nuevo ».
La demanda como demanda de amor procura que la propia falta sea colmada ofreciéndose
el sujeto al Otro como objeto que puede llenar la falta de éste. La perspectiva
del amor es así el borramiento de la diferencia, la anulación
de la singularidad, la fusión del Uno con el Otro en el linde de la locura.
La reintroducción de la pulsión por efecto del deseo del analista
no excluye el amor; trata sólo de hacerlo soportable por medio de la
obtención de la diferencia absoluta, diferencia que es la « que interviene
cuando, confrontado al significante primordial, el sujeto viene en posición
de sujetarse a él ».
El análisis no pretende alcanzar la apatía del sujeto; « apuesta
más bien a la posibilidad de que éste pueda sostener finalmente
la posición de causa del deseo como salida frente al impasse del amor;
porque si el amor excluye al deseo, éste no excluye al amor, puede más
bien hacerlo soportable allí donde la imposibilidad de llenar la propia
falta ofreciéndose al Otro como objeto que pueda colmar su falta lo constituye
como paradigma de lo insoportable ».
La existencia misma del psicoanálisis está ligada a esta imposibilidad
del amor tal como se desprende de la pregunta que Freud le dirige a Pfister
el 9 de octubre de 1918: « Respecto a la posibilidad de la sublimación
hacia la religión, sólo me queda envidiarlo desde el punto de
vista terapéutico. Pero lo hermoso de la religión desde luego
no pertenece al psicoanálisis. Es natural que aquí, en la terapéutica
nuestros caminos se separen y así puede continuar. Muy al margen, ¿por
qué no fue uno de tantos piadosos quien fundó el psicoanálisis?
¿Por qué fue necesario esperar a un judío totalmente ateo? »