Como buena parte de los colombianos, fui formado en una cultura marcada por el signo colonial: por la veneración de modelos ilustres. En el culto, nunca exagerado pero sí exclusivo de la cultura europea, de la literatura europea, de la civilización europeo-norteamericana. Y en la voluntad o la tendencia a no mirar mucho el mundo al que pertenecía.
En el curso de mis trabajos como escritor he advertido que hay algo, complejo de expresar, que ha mantenido a nuestra sociedad en una situación de enorme dificultad para reconocerse y apreciarse a sí misma, y tiene que ver con el lenguaje en que hemos crecido.
Como dice el habla popular, « el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones », y Colombia ha sido víctima de algunas buenas intenciones que imperaron sobre ella durante siglos. Ha sido, por ejemplo, malformada por la superstición de la pureza. Cuando yo era niño, se celebraba el Día de la Raza, no sé si se celebra todavía. Pero si en algún país del mundo no es posible hablar de una raza, yo diría que es en Colombia.
Hay países de América que son básicamente euroamericanos, donde hay primacía de los pueblos blancos europeos, como Canadá, en gran medida Estados Unidos, Argentina y Uruguay; hay países indoamericanos, es decir, países donde la gran mayoría de la población es indígena, como México, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia; hay países que en lo fundamental son afroamericanos, como Haití, como Jamaica, como Cuba, como Brasil. Pero en Colombia no es posible mostrar la hegemonía de una raza o de unas etnias particulares.
Colombia es el país más mestizo del continente. Un país de enorme diversidad étnica y cultural, y esa idea del Día de la Raza no deja entonces de ser extraña, de ser significativa. Es importante tenerla en cuenta, porque forma parte del modelo mental en que crecimos, de ideas que imperaron aquí durante mucho tiempo.
Hubo filósofos, diría yo, entre comillas, que sostenían por los años 30 y 40 del siglo XX que aquí era muy necesario importar rubios europeos para mejorar la raza. Esas tesis, aunque no eran muy originales, porque obedecían a ciertos parámetros de la mentalidad occidental muy en boga en aquel tiempo, se vieron enfrentadas violentamente a una circunstancia que produjo notables consecuencias. Durante la Segunda Guerra Mundial, uno de los pueblos famosamente más civilizados de la tierra, paradigma del progreso, de la civilización y de la plenitud intelectual, el pueblo alemán, que había producido las obras admirables de Kant, de Hegel, de Nietzsche, de Marx, de Freud, de Einstein, para no hablar de las novelas de Goethe o de los poemas de Hölderlin, o la música de Beethoven; esa cultura que parecía la demostración misma de que los pueblos de Europa marchaban como lo quiso Hegel, de una manera lineal y ascendente, hacia las cumbres de la civilización y de la plenitud intelectual y material, súbitamente se vio precipitada en abismos de barbarie y de horror inimaginables.
Este hecho, con toda justicia, precipitó a la humanidad, de una manera gradual, en la sospecha sobre las excelencias de la civilización de Occidente, y ante todo sobre la idea de que la historia marcha necesariamente de un modo lineal hacia la plenitud y el progreso. Creo que nos ha enseñado a ser más cautelosos en la valoración de lo que tenemos, a ser más reflexivos ante la pregunta de cómo conservar lo que hemos llegado a construir, a tener en cuenta cuán fácil es para una cultura perder de pronto sus mayores conquistas para precipitarse en el vacío ético y en abismos de horror.
Esa idea de la pureza de la raza, que imperó en otras regiones y también entre nosotros, tiene sin duda unas explicaciones históricas. Yo no creo que la historia sea necesariamente gobernada por unas fuerzas malignas. Creo que es un error pensar que la suma de nuestros males es fruto de la voluntad de unas cuantas personas que, perversamente, han diseñado un horror colectivo.
Como decía, a veces las crisis y los males históricos suelen ser producto de buenas intenciones. Y también por eso es saludable desconfiar de ciertas buenas intenciones. Los griegos, por ejemplo, tenían prejuicios estéticos comparables a los que aquí hemos padecido. Algunos incluso les impidieron durante mucho tiempo ver ciertas cosas del universo con claridad. La idea del círculo como la figura perfecta, por ejemplo, les hizo pensar que las órbitas de los planetas tenían que ser circulares, y ello les impidió formarse una idea ajustada del sistema solar. La concepción de órbitas elípticas no cabía dentro del prejuicio de la perfección del círculo.
Hay cosas que son centrales para nosotros y que hemos ido percibiendo de manera muy lenta y gradual. Somos hijos de una gran fusión no sólo de razas sino de modelos complejos de civilización. El modo como se fusionaron la cultura europea y la americana durante la conquista no ha sido pensado suficientemente. Todos aquí vivimos hoy las consecuencias infinitas de ese encuentro, pero no hemos dedicado todo el esfuerzo que es preciso para tratar de comprender y asimilar qué ocurrió realmente. Por eso, hace algunos años, cuando se celebró el V centenario del Descubrimiento, algunos disidentes tenían ganas de salir a las playas de la República Dominicana, para decirle a Colón que no desembarcara.
Claro que era un poco tarde para eso, pero el hecho evidencia que no hemos asimilado bien la complejidad de aquel encuentro, como lo evidencian también muchas cosas que, gústennos o no, ocurrieron, y sin las cuales no somos concebibles como pueblos ni como individuos.
En lo que respecta al pasado, lo mejor es aprender a convivir con él, a recibir su herencia, y lo único que verdaderamente estamos en condiciones de cambiar es el presente y el futuro. Sobre ellos sí tenemos derecho a tener toda clase de sueños, a salir a todas las playas e impedir el futuro que no nos interesa vivir.
Reflexionando sobre la literatura colombiana y latinoamericana, advertí que había una diferencia grande entre lo que habían hecho tradicionalmente los escritores de nuestra literatura, y lo que hicieron los autores latinoamericanos de finales del siglo XIX, y ello me llevó a pensar en la importancia de que la lengua que hablamos no sea una lengua nacida de nuestro territorio. El territorio en que vivimos difiere mucho del llamado viejo mundo, donde la lengua latina, el árabe y el castellano se desarrollaron.
Cuando llegó la lengua castellana a América, no llegó con una vocación de convivencia, a tratar de entrar en relación de igualdad con las lenguas de las otra culturas, que sí habían nacido de este territorio. El castellano no sólo no correspondía en principio al mundo al que llegaba, sino que hacía irrupción de un modo excluyente y autoritario, y esta actitud que caracterizó a la Conquista y a la colonización hizo lento y tenso el proceso de colaboración entre las lenguas que era indispensable. Porque ¿cómo hablar de América con la lengua de España? A mí me gusta repetir los versos de un poeta de origen senegalés:
¿Conaissez vous cette souffrance,
Ce desespoir qui n’a pas de egal,
Que de dompter avec les mot de France,
Ce coeur que m’a donné le Senegal?
¿Sienten ustedes este sufrimiento
Y esta desesperación que no tiene igual,
De domesticar con palabras de Francia
Este corazón que me dió el Senegal?
Esas palabras pudieron ser dichas aquí por muchos cantores a lo largo de siglos, porque, de verdad, nosotros fuimos conminados a domesticar con palabras de España el corazón que nos había dado América, y no siempre se nos permitió la serenidad y la libertad para hacer de esa lengua una lengua propia.
Una lengua es algo que no se puede recibir de una manera autoritaria. La lengua sólo se puede recibir de una manera amorosa y tierna, porque es el instrumento en el cual expresamos a lo largo de la vida lo que somos, nuestros anhelos, nuestros secretos, y si esa lengua no cabe en nuestra sensibilidad y no está escrita en las fibras de nuestro ser, hay como un abismo entre la realidad y el lenguaje. Yo me atrevo a afirmar que, de muchas maneras distintas, Colombia muestra ese abismo entre la realidad y el lenguaje.
El proceso de conquista de una lengua propia ha sido un proceso muy largo, muy hermoso, en él participan necesariamente todos los que hablan la lengua, no sólo los escritores y los poetas sino todas las personas, las comunidades, la sociedad. Esta lengua nacida en Europa, que no era ni siquiera fruto de la invención de los españoles, ya que derivaba de otra lengua. Borges decía de un modo irónico: « Ese latín venido a menos, el castellano », para hablar de cómo en España no es que la lengua latina se hubiera enriquecido y perfeccionado, sino que más bien el latín, una lengua de tanta fuerza y resonancia, una gran lengua de sensibilidad y de pensamiento, había perdido algunas de sus virtudes en ese proceso de adaptación particular al mundo ibérico.
La lengua latina era altamente filosófica, enormemente capaz de relexión, y todos sabemos lo pobre que es la tradición filosófica de la lengua castellana. A pesar de ser una lengua milenaria, no tiene ni ha tenido en los últimos siglos el brillo que mostraron en el campo de la filosofía el francés, el inglés o el alemán.
La lengua que nos llegó estaba hecha para nombrar un mundo distinto. No tenía palabras para nombrar buena parte de las realidades que aquí encontraba, y venía llena de palabras para las cuales no había una realidad correspondiente. Era más fácil trasladar el inglés de Inglaterra al territorio de los Estados Unidos, donde el régimen de climas, la secuencia de las estaciones y la latitud es similar, que trasladar la lengua española a los trópicos americanos, ya que hay una gran diferencia entre la naturaleza europea y su territorio con respecto a nuestras zonas tropicales. Aquí tenemos la mayor variedad de aves del mundo, o la teníamos, porque eso tiende a perderse, pero el pájaro que más abunda en nuestros poemas y en nuestras canciones es el ruiseñor, que aquí solo existe en el tesoro de la lengua y que no puede encontrarse en nuestros bosques.
En relación con muchos elementos de nuestra realidad, una cosa era la lengua en que hablábamos y otra el mundo en que vivíamos. En los últimos tiempos estuve empeñado en escribir un ensayo extenso sobre la obra de Juan de Castellanos, un poeta cronista del siglo XVI que realizó una obra asombrosa. Asombrosa por su extensión, asombrosa por su intención, asombrosa por la complejidad de sus recursos: las « Elegías de varones ilustres de Indias ».
En mis lecturas de poesía siempre deploré que un hecho tan vasto, tan complejo como la Conquista de América, no hubiera dejado huellas en la poesía; no guardara en la poesía el recuerdo de episodios tan asombrosos como debieron ser los de aquella edad; y siempre me pregunté por qué no está más presente en nuestra vida un hecho de las dimensiones míticas de la conquista del territorio, tanto en su costado heróico y admirable como en su costado salvaje y terrible, ya que, como canta Homero, « los dioses labran desdichas para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar ».
Por eso fue tan grande mi sorpresa cuando encontré las « Elegías de varones ilustres de Indias », de Juan de Castellanos. Descubrí de pronto que en ningún lugar del continente había sido conservada tan minuciosamente por la poesía la substancia turbulenta de la Conquista de América como en la Nueva Granada. Las « Elegías de varones ilustres de Indias » son el poema más extenso de la lengua castellana. Cuenta detalladamente el avance de los Conquistadores y de las distintas expediciones: la de Juan Ponce de León sobre Puerto Rico, la de Ortal y Sedeño sobre Trinidad, la de Garay sobre Jamaica, la de Sebastián de Belalcázar por el Sur, la de Pedro de Heredia por el norte desde Cartagena sobre el reino de los Zenúes, la de los alemanes Ambrosio Alfínger y Felipe de Utten por tierras de Venezuela, mas las expediciones por Antioquia hasta Anserma, y el descubrimiento del Chocó, la de Gonzalo Jiménez de Quesada sobre el reino de los muiscas y por los territorios del Tolima y del Guaviare, las primeras incursiones de los piratas ingleses contra los puertos del Caribe y los primeros viajes por el Amazonas. De este modo, Juan de Castellanos nombra minuciosmente el territorio, cuenta las aventuras y las desventuras de los guerreros y de los pueblos; mira con curiosidad la naturaleza, enumera los árboles, describe los bosques y los fenómenos naturales, habla de los pueblos nativos con respeto y con admiración, a pesar de uno que otro prejuicio típico de quien había sido un conquistador. Y, sin embargo, lo hace con una curiosidad que parecería más bien la de un expedicionario contemporáneo, la de un hombre formado en las disciplinas de la antropología y no de un guerrero de hace cinco siglos. Una obra asombrosa por su complejidad, que ha permanecido oculta y no forma parte visible de nuestra tradición, de nuestra memoria. Como sabemos tan poco de nuestro pasado y de nosotros mismos, ahí está ese tesoro de la lengua y de la poesía, casi completamente inexplorado.
También me tocaba averiguar por qué durante cuatro siglos esa obra no fue aceptada y valorada, y por qué la mayor parte de sus pocos lectores se aplicaron a descalificarla diciendo que se trataba de una crónica seca y poco poética. Falta de vuelo poético, es la expresión que usan los críticos para hablar de ella, para sentenciar que Juan de Castellanos ha debido redactar una crónica en prosa y no entorpecer la historia que narraba con el aparato de las rimas, con las ilustres octavas reales de don Ludovico Ariosto.
Pero a mí me gusta leer poesía. Y cuando me aburro, dejo caer el libro inmediatamente, porque pienso, tal vez injustamente, que si un libro no apasiona, uno no tiene nada que hacer con él. Que el libro ya no le dará nada ni a la inteligencia ni a la sensibilidad. Algunos grandes críticos y doctores trataron de disuadirme de esa lectura, que consideraban tediosa e insípida, pero cuando yo abría el libro de Juan de Castellanos descubría una obra apasionante, llena de peripecias, de aventuras asombrosas, un libro de una gran destreza verbal, pero sobre todo un libro en que yo reconocía la vastedad, la desmesura del mundo americano, la enormidad de sus tempestades, lo asombroso de su naturaleza, un libro en que veía viviendo ante mí, por primera vez en mi vida, el mosaico agitado de los pueblos americanos como fueron durante milenios, y sus padecimientos ante el avance avasallador de los invasores. Entonces empecé a preguntarme cuál fue la causa que impedía su valoración.
La descubrí un día, leyendo uno de los principales juicios críticos que se hicieron sobre Castellanos, el que mayor peso tuvo sobre nuestra tradición. Es el juicio de un polígrafo español, Marcelino Menéndez y Pelayo, quien a mediados del siglo XIX escribió una historia de la poesía colombiana muy atenta y erudita. Allí hace la valoración de Juan de Castellanos, de Hernando Domínguez Camargo, de la Madre Francisca Josefa del Castillo y Guevara, de Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, de todos esos poetas de los tiempos coloniales a los que conocemos fragmentariamente y que forman los comienzos de nuestra tradición.
El juicio que hacía de Castellanos era muy curioso. Le pareció que era un autor admirable, que evidentemente sabía escribir, a quien las octavas reales le quedaban muy bien elaboradas, que tenía ritmo y fluidez, un buen cronista, que narraba con interés y rimaba con naturalidad, que no usaba rimas fáciles, que tenía gran conocimiento del mundo al que cantaba, pero que cometió el error de llenar su obra de tal cantidad de barbarismos y de salvajismos que afean la sonoridad clásica de la lengua y que alteran de tal modo su pureza natural, que terminó construyendo un híbrido monstruoso, que no tiene paralelo en lengua alguna. Es esto, finalmente, lo que priva a la obra a su gusto de la posibilidad de ser poética.
Allí comprendí por el fin el problema de los lectores en España y en América durante varios siglos. Que una crónica, como la de Bernal Díaz del Castillo o la de Pedro Cieza de León, o una historia como la de Gonzalo Fernández de Oviedo incluyera palabras americanas, llamara por sus nombres indígenas a los árboles o a los hombres, podía pasar, pero que un poema pretendiera concederle dignidad poética a las palabras de América y las pusiera a rimar en condiciones de igualdad con las palabras ilustres de la península, era al parecer un crimen estético. Las palabras que don Marcelino consideraba bárbaras y salvajes eran palabras como huracán, canoa, manglar, hamaca, caney, guanábana, caimito, sin las cuales es imposible hablar de América. Pero sobre todo le incomodaban terriblemente los nombres de los indígenas americanos que dejaron su sangre en las lanzas españolas, eran palabras impronunciables, eran meros caprichos fonéticos malogrando la exquisitez de una tradición.
Pero es evidente que las palabras que venían de Europa no podían abarcar toda la complejidad del territorio en que vivimos. ¿Cómo nombrar con palabras españolas a los yarumos, a los guamos y a los guásimos? ¿Cómo buscar esas palabras en Lucrecio o en Cicerón? Lo que Juan de Castellanos hizo, con gran perspicacia, y con una mirada digna de un hombre del Renacimiento, fue ir tomando palabras prestadas de las lenguas indígenas del Caribe y de los Andes, para comenzar el proceso fecundo de mestizaje del idioma, con el cual hoy, después del arduo e inspirado trabajo de las generaciones, finalmente hemos llegado a conseguir de una manera casi plena una lengua que de verdad nos sirva para nombrar el mundo al que pertenecemos, para habitar con plenitud en él.
Lo ilustre era decir cipreses, y era un poco obsceno en aquel comienzo nombrar los gualandayes. Hubo así una discordia durante mucho tiempo, de la que es testimonio buena parte de la literatura nacional. En otras regiones del mundo se vivía también el prejuicio, contra el que ha combatido todo el arte moderno, de pensar que el mundo estaba simétricamente dividido entre lo poético y lo prosaico, lo uno ilustre y venerable, lo otro insignificante y desdeñable. Pero más grave aún es que ese prejuicio haya asumido entre nosotros un carácter profundamente colonial. Y la verdad es que cuando yo empecé a intentar hacer poesía, comprendí que aquí, a menudo, las palabras poéticas eran aquellas que pertenecían al ilustre mundo europeo, o a las tierras distantes y éxoticas, ya exaltadas por una tradición, y las prosaicas las que derivaban de nuestro casi innominado mundo americano. En cierto modo era más fácil para nuestros poetas hablar de el éburneo cisne sobre el quieto estanque, o escribir sobre los lánguidos camellos de elásticas cervices, que poder hablar de los chigüiros que abundan en las llanuras orientales de Colombia.
Aprendimos que la cultura viene de afuera, que la lengua vino de afuera, que la belleza verdadera es la condensada en los cánones ilustres de Fidias y de Praxiteles, y crecimos en la incapacidad de mirarnos, de reconocer lo que somos, de aprender a valorar la naturaleza y la originalidad de nuestro mundo.
Parecería algo irrelevante pero es algo escencial, es la valoración posible de nosotros mismos, del mundo natural, de nuestra fisonomía, de nuestra lengua. Es advertir y corregir el que se haya impuesto en Colombia, por una red de prejuicios coloniales, que rápidamente dejáramos de ser americanos y nos hiciéramos europeos, del mismo modo como hoy otra vez se predica que hay que dejar de ser rápidamente lo que somos, que nos montemos en el tren del progreso, del desarrollo, en un sentido que otros definen, en una historia que nos va a redimir para siempre.
Pero jamás nos redimirá algo distinto de conocernos, de comprender nuestra historia, de apreciar nuestros rostros y no estar soñando que cada vez que nos asomemos al espejo aparezca en su cristal el Apolo de Belvedere, para poder aceptarnos y asumir nuestro mundo, para poder ingresar en la estima de nosotros mismos.
El hecho de hablar una lengua que sólo parcialmente se parecía al mundo en que vivimos, hizo arduo el camino de nuestra literatura, después de la aventura maravillosa de Castellanos, en el siglo XVI, que fue rápidamente silenciada y borrada. Curiosamente, sólo hay una obra similar en el Siglo de Oro español, el siglo de la plenitud clásica de las letras en lengua castellana, y es La Araucana, de Alonso de Ercilla, un poema hermoso que versifica la resistencia de los Araucanos de Chile contra el avance de los conquistadores.
Alonso de Ercilla estuvo tres años en Chile y volvió a España a escribir La Araucana, una obra que ganó rápidamente renombre y aprecio en la cultura imperial española. Más allá de su belleza y de su calidad poética, la principal razón de esa acogida es que Ercilla sí escribió en una lengua castiza. Era un caballero de la corte, y procuraba escribir para esa corte a la que pertenecía, procuraba dar a sus lectores, no la extrañeza incongruente de un mundo desconocido, no la desmesura un poco monstruosa de otro mundo, sino una imagen reconocible del universo poético europeo, trasladado a una realidad a medias idealizada. Por eso sus héroes indígenas provienen más de Virgilio que de los pueblos guerreros de América. A diferencia de Ercilla, quien estuvo tres años inspirándose en el mundo americano para dar algunos matices a su epopeya clásica, Castellanos, había llegado a los 17 años al Caribe y vivió aquí hasta su muerte, a los 85, es decir, vivió casi 70 años en América, tomando posesión de su realidad, nombrándola, procurando introducir todo un continente innominado en la conciencia de Occidente. No volvió jamás a Europa, y un día comprendió que, contra su intención inicial de triunfar y de ser reconocido como poeta en su mundo de origen, en realidad estaba escribiendo para los americanos del futuro, les estaba dando un pasado a las generaciones del porvenir. A lo mejor habrá adivinado que él sería para la América equinoccial a la vez el Homero y el Plinio, el fundador en el lenguaje de una cultura mestiza que aún hoy tarda en asumirse, pero que entonces era casi una imposibilidad mental.
El esfuerzo por conquistar una lengua propia sería largo y complejo. Y sólo a finales del siglo XIX vino a abrirse camino de nuevo en la literatura. Sólo tres siglos después, las intuiciones de los cronistas, y en particular de este poeta asombroso, encontraron una generación capaz de asumir el desafío de hacer americana la lengua castellana. Para que esto ocurriera, los pueblos americanos tuvieron que recorrer un largo camino de reconocimiento. Y por fin aprendieron a respirar con naturalidad en la lengua. Es a ese fenómeno colectivo al que hoy llamamos el Modernismo latinoamericano, en el que advertimos de qué modo nuestra cultura continental, después de varios siglos de postración y de silencio, comenzó a hablar la lengua con una gracia y una fluidez antes desconocidas.
Comparar la manera como escribían Julio Arboleda o Miguel Antonio Caro con el tono y el ritmo de los poetas modernistas es advertir cuánto ganamos por fin en expresividad, en capacidad de decir las cosas. Todos esos nuevos poetas surgieron simultaneamente: Gutiérrez Nájera en México, José Martí en La Habana, Jaimes Freire en Bolivia, Leopoldo Lugones en Argentina, José María Eguren en el Perú, José Asunción Silva en Colombia, y Rubén Darío en Nicaragua, con quienes, ya de una manera plena, no sólo los americanos conquistamos la plenitud de una lengua propia, una manera plena y nuestra de respirar y de sentir la lengua, sino que incluso los españoles vieron renacer la musicalidad, la expresividad y la gracia de su propia manera de hablar. Con los modernistas, y con Darío, que fue el gran enviado de sus contemporáneos hacia España, y otra vez el emisario de la juventud creadora de España hacia América, se transformó para siempre la lengua castellana, y volvió a ser un instrumento de las grandes aventuras del espíritu.
Porque después del Siglo de Oro, la lengua española había entrado, en España y en América, en un gran silencio, al que hoy podemos mirar también como una enorme y silenciosa gestación. Mientras las otras lenguas de Europa, a lo largo del siglo XVIII y del siglo XIX, vivieron un gran esplendor creativo, la lengua española permanecía en una penumbra lateral, sin la menor presencia en los ámbitos del pensamiento, de la sensibilidad ni de la imaginación, mientras Europa y Norteamérica vivían la gran aventura de la Ilustración, del Empirismo, del Racionalismo y finalmente la gran síntesis a la vez verbal y vital del movimiento Romántico.
Cuando Hölderlin le estaba dando por primera vez a una lengua moderna el esplendor y la respiración que sólo había tenido el griego clásico, cuando se renovaban las inquietudes de la civilización europea, nuestra lengua permanecía en una especie de limbo histórico, el castellano parecía destinado a derivar en una lengua marginal, sin importancia para el mundo, sin peso en las aventuras del pensamiento y de la creación. Pero desde América empezó a renovarse la lengua castellana, y poco después ese indio nicaragüense, Rubén Darío, le dió un ritmo y una musicalidad que no había tenido nunca: así se comprobaron las misteriosas virtudes del mestizaje, y se reveló el sentido profundo del arraigo de la lengua en tierra americana. Y Darío sedujo a los españoles, porque la música es ineluctable, y los escritores de la península se dividieron casi enseguida entre los seguidores de Darío y sus adversarios, porque nadie podía ignorar ese soplo vivificante, esa gracia que estaba ingresando en la lengua y que era una síntesis de lo que los jóvenes creadores del momento estaban conquistando en todo el continente.
Hay que repetir que nunca la lengua castellana había sonado así, que nunca había tenido esa elasticidad, ese ritmo, ese don, la virtud que súbitamente irrumpía con los modernistas. No es lo mismo la rigidez marmórea, expresiva y llena de profundidad de la obra de Quevedo, la tensión extasiada de los versos de San Juan de la Cruz, la fluidez armoniosa de los sonetos de Lope de Vega, el álgebra de exquisitos sonidos de las construcciones de Góngora, que la naturalidad contínua, la delicadeza y la transparencia, esa gracia que muestra la obra de Darío aún en sus versos más ornamentales.
Sus estrofas pueden ser decorativas, incluso decorativas en un estilo particularmente europeísta, pero su ritmo al hablar es siempre ya el de un hombre que es por completo dueño de la lengua en que habla, conocedor de todos sus secretos. Pensemos en uno de sus poemas, no muy hondo en términos filosóficos, no muy cargado de emotividad profunda, más bien anclado en un agradable juego de apariencias, y sentiremos que sin embargo la música lo hace profundo, la cadencia y el modo como se entrelazan las palabras lo toca de misterio y de poder inefable, porque el autor demuestra que domina los recursos de su instrumento, que conoce sus enlaces más secretos:
Era un aire suave de pausados giros,
el hada Armonía ritmaba sus vuelos,
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violonchelos.
Cerca, coronado con hojas de viña,
reía en su máscara Término barbudo,
y como un efebo que fuese una niña
mostraba una Diana su mármol desnudo.
Bajo la glorieta, junto a los ramajes,
diríase un trémolo de lirias eolias,
cuando acariciaban los sedosos trajes
en su tallo erguidas las blancas magnolias.
Es impresionante la manera como él y sus compañeros tomaron posesión de la lengua. Ya no están hablando como miembros de una cultura marginal, subalterna, que se creen en el deber de pedir permiso a Menéndez y Pelayo para soñar y para sentir. Gracias al enorme esfuerzo de estos hombres, y de las generaciones a las que representan, la lengua aprendió a expresar sus sentimientos desde América, y así comenzó este proceso tan rico y tan complejo que se fortaleció a lo largo del siglo XX, de aprender a utilizar la lengua para intentar hacer realidad nuestros sueños y para trazarnos un alto destino.
Todos los autores previos del siglo XIX, viviendo en una provincia marginal de la historia, también intentaban y conquistaban cosas de la lengua, pero su labor era mucho más silenciosa y tardaría en dar sus frutos. No se puede decir que pasaron por la lengua sin dejar huella: cada quien iba conquistando algo, algo que parecía perderse en la enormidad del territorio y en la falta de ecos, pero todo fue recogido por ese vasto movimiento que fue el Modernismo. Hay un sueño que tenían esos autores y que nunca vieron cumplido: que alguien más allá de las fronteras de la América Latina conociera sus obras, que alguien en Europa pudiera apreciar lo que hacían, tener cierta existencia más allá de nuestro horizonte. Pero era un sueño demasiado quimérico, nuestra cultura era demasiado marginal para que ello fuera posible. Cómo se asombrarían de ver lo que pasa hoy en el mundo, les costaría creer que la cultura, que la lengua latinoamericana, que las literaturas latinoamericanas están hoy entre las más leídas, entre las más apreciadas e influyentes del planeta.
Es importante señalar esto con énfasis, porque el esfuerzo de nuestra cultura por construir una gran tradición y por recoger su herencia ha sido muy fecundo y exitoso. Sin ese esfuerzo tan largo no hubiera sido posible la obra de Gabriel García Márquez, que es hoy uno de los autores más leídos del mundo. Sin ese esfuerzo no habría sido posible la obra de Pablo Neruda, uno de los poetas más vastos e importantes del siglo XX. Sin ese esfuerzo no habría sido posible la obra descomunal, vertiginosa, de Jorge Luis Borges, sin la cual ya es inconcebible la literatura del siglo.
Hay que decirlo, porque cuando uno mira la obra de García Márquez, de Neruda, de Borges, tiene la tentación de decir: qué asombro! De dónde habrá salido tanto talento? Qué hecho inexplicable! Y uno puede no advertir todo lo que hay detrás, la labor continental que hay detrás de cada una de esas voces. Porque García Márquez, el colombiano, es imposible sin Rulfo, el mexicano, y es imposible sin Borges, el argentino, pero Borges es imposible sin Alfonso Reyes, el mexicano, y Reyes es imposible sin Rubén Darío, el nicaragüense, de modo que todos trabajan para todos, que esa fue la gran labor de todo un continente.
La manera como Neruda nombra su América, la libertad con que construye su poesía, que a veces es digna de compararse con la libertad mental y verbal de Shakespeare, es asombrosa. Los « Veinte poemas de amor y una canción desesperada », son hermosos poemas, pero, como diría Schopenhauer, cualquier enamorado en estado de arrebato lírico puede hacer poemas de amor memorables, en cambio « Residencia en la tierra », o el « Canto General », son libros que sólo se pueden escribir con una libertad mental, una audacia espiritual y una riqueza de recursos verdaderamente prodigiosa. Nombrando a Chile, Neruda es capaz de tomar cuatro palabras bien distintas y articular un verso:
Tu antártica hermosura de intemperie y ceniza…
Es un verso de una resonancia profunda, porque cada palabra nombra uno de los elementos de esa geografía, de esa región del mundo. Los desiertos del sur, el frío, el desamparo de una tierra que se siente distante de todo, su carácter volcánico,
Tu antártica hermosura de intemperie y ceniza
es sólo un ejemplo del modo como Neruda sabe construir versos de gran resonancia, que combinan la elocuencia y el ímpetu con la riqueza de sentido, gracias a esa recién conquistada capacidad de pertenencia de la lengua al mundo que está expresando.
Fue largo el proceso para llegar a una lengua como la de Borges, que sintetiza nuestras distintas tradiciones, que reune todo lo que somos como herederos de Europa y recoge mucho de lo que somos como americanos, como herederos del planeta entero, lo mismo que nuestro sueño de tener una patria aquí, de amar este suelo. Es sabido por todos que Borges no es sólo un gran conocedor de las lenguas y de las culturas europeas sino también un conocedor de remotas culturas asiáticas, un hombre interesado en el budismo, en la Cábala, en la tradición islámica, un hombre que se pregunta contínuamente por las tradiciones de los pueblos americanos, que escribe relatos sobre el sentido de lo divino en la tradición azteca, como « La escritura del Dios ». Es un hombre de verdad universal pero arraigado en un territorio particular, y la universalidad que ahora nos predican es que olvidemos quienes somos y dónde estamos, y rápidamente nos volvamos universales, pero sin rostro. Pero es mejor ser universales con rostro, porque, como decía Goethe, « para ser algo hay que ser alguien ».
Para redondear estas reflexiones y digresiones quisiera señalar algo que se relaciona más inmediatamente con nosotros, y es sobre la obra de Gabriel García Márquez. Qué curioso! Tanta oposición al mestizaje de la lengua como se dió por parte de los gramáticos y de los académicos ante la poesía de Juan de Castellanos, tanto miedo a que la lengua castellana se contaminara del barbarismo de las lenguas indígenas, tanto miedo a que nuestra supuesta raza blanca, liberal y católica, se contaminara de esas cosas terribles que eran nuestros pueblos indígenas y africanos, y hay que ver el resultado: una obra como la de García Márquez, que fascina al mundo entero precisamente por no ser una obra europea, porque ningún europeo habría podido escribirla, ya que sólo parcialmente pertenece al hilo de esa tradición. Su sintaxis, por supuesto, pertenece al hilo de la tradición europea, se acoge plenamente a la certeza de que nuestra lengua es la lengua castellana, llena de elocuencia latina, pero llena ya de la flexibilidad y el colorido de la lengua mestiza, de la lengua de los modernistas, es decir, no ya la lengua que nos llegó de España sino la lengua castellana transformada, enriquecida, hecha más flexible, más rítmica y más poderosa por el esfuerzo a lo largo de cinco siglos de muchos pueblos y de innumerables seres humanos viviendo en un mundo y aprendiendo a nombrarlo.
Es bueno recordar que de los 350 millones de personas que hoy hablamos castellano en el mundo, menos de 50 son españoles. Los otros 300 somos americanos, y es por eso evidente que el centro de gravedad de la lengua ha cambiado, que ahora no puede ser la Real Academia Española quien nos puede decir cómo hablar, cómo pensar, cómo sentir, y cuál es la manera correcta de respirar en castellano.
La superstición de la pureza imperó mucho tiempo. No sólo estaba el Día de la Raza, sino también el Día del Idioma. Pero ello nos hacía ignorar persistentemente que en nuestra cultura nacional existen todavía 60 naciones indígenas con sus lenguas y tradiciones nacidas de este mundo, con la sabiduría de este mundo, con nombres para los fenómenos, con mitos que es necesario interrogar. No creo que terminemos hablando fluidamente U’wa o sikwani, pero sí podemos aprender, como lo han hecho los grandes autores a lo largo del siglo, que no hay que tener miedo de esa aproximación entre las lenguas, que es así como se enriquece la tradición.
La obra de García Márquez lleva a su plenitud la elocuencia de la lengua de Borges y de Rubén Darío, pero yo diría que es inconcebible sin la savia de la tradición oral de los pueblos wuayú, que están en la vecindad del mundo donde García Márquez nació y a cuya etnia él vagamente pertenece. La madre de García Márquez hablaba wuayú en su infancia, él mismo está arraigado en una tradición oral muy visible, y sin ese aporte tal vez no habría surgido una obra tan sugestiva, tan embriagadora, con esa virtud asombrosa de satisfacer las expectativas de lectores de todas las regiones del mundo. Porque García Márquez satisface a los profesores de Oxford y también a gentes que nunca han leído ni leerán otro libro.
Esa capacidad de capturar la atención del lector e introducirlo en una suerte de embrujo, ese permitir que la literatura sea algo que obra no sólo sobre la razón sino sobre los sentidos, sobre la imaginación y sobre la memoria, es un misterio que no es explicable a la luz de los cánones de una sola tradición. Hay una manera de narrar en García Márquez que no sigue el hilo mental de la tradición europea. Si Thomas Mann quisiera contarnos de que manera se vive la relación profunda entre una madre y un hijo, recurriría a largas explicaciones, porque la novela de Thomas Mann, como la de buena parte de los autores europeos, oscila entre la narración y el ensayo, está contínuamente moviéndose entre los hechos, las peripecias de los personajes, y la reflexión filosófica. Es una característica, no un error, pero hay otra manera de narrar, que se encuentra en Homero, en la « Canción de los Nibelungos », y en « Las mil y una noches », donde la imaginación, la fuerza de las imágenes, es lo central y lo que más cautiva la atención.
García Márquez tiene esa extraña virtud de soñar con libertad y de crear sueños envolventes, de los que no es fácil escapar. No sólo maneja el registro argumental, la elocuencia latina, sino una capacidad de condensación, una suerte de síntesis gráfica que se parece más a los pictogramas indígenas. Hay líneas que parecen definir el tipo de relación psíquica entre los personajes, afectos que pueden ser mostrados por un dibujo.
Uno, por ejemplo, no sabe muy bien qué tan intensa es la relación entre Úrsula Iguarán y su hijo José Arcadio, porque la novela no nos lo ha contado. Pero en el momento en que José Arcadio, huyendo de su responsabilidad como padre se escapa del pueblo y se va con los gitanos, la madre abandona todo lo que estaba haciendo y se va en su busca. No sabíamos que ella dependiera tanto del hijo como para justificar ese abandono. Y Úrsula desaparece mucho tiempo, hasta que encuentra, finalmente, el camino hacia el mundo exterior que los hombres habían buscado en vano desde siempre. Ella vuelve, y con ella entra otro mundo en la realidad de la novela. Tiempo después, cuando el hijo regresa, lo vemos recorrer el pueblo, recorrer la casa saludando vagamente a los que encuentra en el camino, pero sólo se detiene cuando llega hasta ella, repitiendo a la inversa el camino que ella había recorrido buscándolo. Así nos muestra el autor cuán intenso y profundo es el vínculo que une a estos dos seres, cuyo diálogo nunca nos había revelado esa dependencia y esa proximidad. Pero a García Márquez no le basta mostrar cómo la madre sigue el camino del hijo y cómo el hijo desanda el camino hacia la madre, sino que encuentra ese otro elemento, fascinante y asombroso, que ocurre cuando el hijo muere: un hilo de sangre sale de las sienes del hijo y se va recorriendo las calles, sube escaleras, cruza puertas, y no se detiene hasta llegar donde está ella. Y Úrsula, siguiendo ese hilo rojo, que parece un diseño indígena, encuentra el cadáver del hijo.
Esta manera de mostrar, sin una larga argumentación filosófica, o psicológica, sino mediante un diseño, de qué manera se da ese vínculo profundo entre los seres, es algo muy americano, algo muy hermoso que ha subyugado al mundo. Demuestra que nuestra superstición de la pureza, la idea de hablar sólo en una lengua castiza, de ser fieles a unos paradigmas impuestos por la tradición colonial, era un error. Que en verdad nuestra manera de pertenecer al mundo, de tener presencia en él y de llegar a ser valorados y respetados por él, sólo es posible si partimos del reconocimiento de todo lo que somos, si aprendemos a vivirlo con conocimiento y con orgullo.